Hablar de felicidad en términos económicos es como imaginar un robot escribiendo sonetos románticos: no es incompatible, pero suena a artificio. La ciencia económica dispone de una extensa panoplia de indicadores para medir el grado de desarrollo y de riqueza/pobreza de un país y de ellos se sirve para certificar el nivel de abundancia/escasez material de sus ciudadanos como expresión (aproximada) de su felicidad. Y, como los sonetos del robot-poeta, pueden llegar a ser convincentes con el necesario voluntarismo, pero no dejan de ser un esforzado remedo.

El PIB, o Producto Interior Bruto, es uno de esos indicadores económicos considerados críticos, es decir: ‘Dime qué PIB tienes y te diré cuán rico o pobre se supone que eres’; es la marca de identidad que clasifica económicamente al mundo, y a su tamaño le suelen acompañar en proporción poder e influencia política y económica, aunque no necesariamente. Es una herramienta clave para ‘capturar’ información de una sociedad: de qué renta dispone, cuánto es capaz de producir y de vender o comprar al exterior, de consumir e invertir, y todo ello ayuda a conocer la salud de una economía.

Según el estadounidense Paul A. Samuelson, Premio Nobel de Economía, el PIB puede parecer un “concepto arcano”, pero es una de las “mayores invenciones del siglo XX”, aunque tiene limitaciones para medir el bienestar, como al parecer advirtieron sus inventores, los economistas Simon Kuznets y Richard Stone. En definitiva, como todos los indicadores, el PIB es un medio de gran utilidad para muchos fines, pero no tiene por qué ser un objetivo en sí mismo cuando se habla de bienestar. ¿Mide lo que verdaderamente importa?

“Si uno repasa el índice de los manuales de economía que se utilizan en las facultades no encontrará ninguna entrada con el término ‘felicidad’. Sin embargo, la felicidad colectiva ha formado parte de la preocupación de los economistas desde, al menos, la creación de la economía moderna de la mano de Adam Smith, en la segunda mitad del siglo XVIII, en los momentos del nacimiento de la economía comercial que más tarde daría en llamarse capitalismo”, señala a Forbes Antón Costas, catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.

“Obviamente, la riqueza no es condición suficiente ni necesaria para sentirse feliz; pero, en general, sí es una circunstancia que reduce las preocupaciones más básicas de la gente, y en ese sentido favorece sentimientos de bienestar individual. Desde luego, la riqueza del país, si está distribuida de tal manera que promueve efectivamente la igualdad de oportunidades en su sentido más amplio (es decir, no solo a través de la educación, sino también de la protección contra la enfermedad y la discapacidad, entre otras contingencias que, a mi juicio, deben ser cubiertas por el conjunto de la sociedad), contribuye decisivamente a producir bienestar social”, sostiene Elisa Chuliá, profesora titular de la UNED y responsable de Estudios Sociales de la Fundación Funcas.

Precisamente por sus limitaciones para captar otras dimensiones de la vida humana ha surgido un movimiento que reclama ir ‘más allá del PIB’ con el uso de métricas que capturen más fielmente las condiciones y la calidad de la vida humana. La OCDE, la ONU y la Comisión Europea ya se han movido en esa dirección y empezado a trabajar con nuevas herramientas estadísticas (por ejemplo: medir la economía circular) que sirvan como complemento o alternativa a los indicadores más comunes. Pero no solo, también algunos países están trabajando en esa dirección para disponer de estadísticas que midan aspectos como el bienestar para conocer mejor la calidad de vida de sus ciudadanos, tanto a nivel familiar como comunitario.

El movimiento ‘más allá del PIB’, especialmente activo en los últimos años, ha logrado que algunas de sus iniciativas atraviesen las barreras convencionales que existen sobre todo en las instituciones multilaterales. Por ejemplo, la OCDE, un organismo de cooperación internacional que agrupa a las 37 principales economías del mundo, adoptó en 2011 un marco estadístico para medir el bienestar a nivel nacional que se suma a otras iniciativas emprendidas por algunos países para crear indicadores de calidad de vida, como el del aire.

Una de esas iniciativas es ‘Happy City’s Thriving Places Index’ (TPI) (‘Índice de Lugares Prósperos’), promovido por Happy City, una organización benéfica británica que desde su fundación en 2010 elabora un índice de ciudades de Inglaterra clasificadas por su calidad de vida. Según sus fundadores, Happy City se creó para “desafiar la creencia de que el crecimiento económico es la única medida de éxito en la sociedad”. El índice, que se quiere ampliar a otras ciudades, maneja diferentes criterios de bienestar equitativo y sostenible dentro de un rango de condiciones que define como “multidimensional” y que incluye aspectos como la salud física y mental, educación y oportunidades de aprendizaje, la calidad y el entorno medioambientales y las conexiones entre las personas y la comunidad. “[…] nuestro enfoque social sobre el crecimiento del PIB como un fin en sí mismo ha llevado a un aumento casi inexorable de la desigualdad y la degradación del medio ambiente. Estos no son subproductos accidentales, sino una consecuencia inevitable de poner la maximización de los beneficios basados en el consumo en el centro del proceso de toma de decisiones”, señala Liz Zeidler, cofundadora de Happy City.

“Este concepto entre hedonista (búsqueda del placer) y de justicia social (liberación del dolor) sigue siendo una buena definición de felicidad colectiva para el momento presente. De hecho, los nuevos indicadores de bienestar social, como el Índice de Desarrollo Humano incluyen además del bienestar económico (PIB) otros indicadores que tienen que ver con esta definición. La lectura de El gran escape. Salud, riqueza y los orígenes de la desigualdad del premio Nobel de Economía Angus Deaton ilustra muy bien ese objetivo consistente en escapar del dolor asociado a la falta de recursos y cómo el mero aumento de la riqueza (PIB) no es suficiente para lograr la felicidad colectiva, sino que necesita también la provisión de bienes públicos esenciales como la sanidad y la educación”, añade el profesor Costas.

Pateras en busca de felicidad

La ONU elabora cada año un informe, el ‘World Happiness Report’ en el que clasifica a 156 países por sus niveles de felicidad, y, por primera vez, en la edición de este año el estudio incluye la felicidad de los inmigrantes en 117 países.

En el top de la lista figura otra vez Finlandia, seguida de Noruega, Dinamarca, Islandia y Suiza. Todos ellos países de reducido territorio y con rentas per cápita entre las más altas del mundo, y que reúnen además las seis variables clave que avalan el bienestar, según los autores del informe: renta, una expectativa de vida saludable, protección social, libertad, confianza y generosidad.

Uno de los datos más impactantes del estudio, según sus autores, es que en los países más destacados de la clasificación su población emigrante se declara casi tan feliz como la nativa, lo que les lleva a sugerir a los autores del estudio que en la felicidad influye más el entorno y la calidad de vida que un país pueda ofrecer, que un conjunto de normas y actitudes culturales.

“Una persona que se muda a un país que está entre los primeros puestos de la clasificación es probable que se vuelva más feliz, mientras que si se muda a uno de los que se encuentran entre las posiciones inferiores en felicidad, se sentirá más infeliz. Y Finlandia no solo tiene a las personas más felices, sino también a los inmigrantes más felices”, señala el informe.

España es bastante feliz

Según la OCDE, España ofrece uno de los mejores balances en bienestar, pudiéndose decir que los españoles miran la vida con una relativa mayor satisfacción que en otros países más ricos, a pesar de la importante pérdida de renta que sufrieron por la crisis. Es decir, al contrario que en el singular caso de Estados Unidos, cuyos envidiables indicadores de desarrollo y riqueza no han evitado la aparición de un creciente nivel de insatisfacción y frustración en la calidad de vida de una importante proporción de su ciudadanía, los españoles, por su parte, siendo menos ricos se sienten razonablemente felices.

En el Índice Vida Mejor que elabora la OCDE, España se sitúa por encima de la media en el binomio trabajo-ocio, vivienda, atención sanitaria, relaciones sociales y en seguridad personal, aunque la percepción de sus ciudadanos empeora en lo que se refiere a nivel de renta y riqueza, calidad medioambiental, responsabilidad cívica o educación y formación.

Según los datos de la OCDE, la renta familiar neta disponible por persona en España en 2017 fue de 23.129 dólares (20.100 euros), por debajo de la media de 30.563 dólares (26.600 euros), y coincide con una considerable brecha salarial: el 20% de la población que ocupa el vértice de los salarios más altos gana siete veces más que el 20% del extremo opuesto en la escala. Por otro lado, cerca del 5% de los empleados españoles declaran tener largas jornadas laborales frente al 13% de media en los demás países de la Organización.

Pero donde el sentido de bienestar de la sociedad española alcanza uno de los registros más altos del mundo es en el de la salud: la esperanza de vida es de 83 años, tres más que la media de la OCDE. En los aspectos medioambientales, los españoles respiran un aire con menores niveles de contaminación, sin embargo están 10 puntos por debajo en satisfacción en la calidad del agua. “En general, los españoles –afirma la OCDE– están satisfechos con sus vidas”. De una escala de 0 a 10 los españoles otorgan 6,4 puntos al grado de satisfacción de su existencia, en línea con el 6,5 de media de los países de la Organización.

La positiva actitud de los españoles ante la vida casi roza lo irreductible si se tiene en cuenta que tras el estallido de la crisis en 2007 su percepción de la prosperidad se hundió 20 puntos porcentuales. En dicho año, el 55% de los españoles declaraba llevar una vida lo bastante agradable para considerarse satisfecho con ella; una década después ese sentimiento solo lo compartía el 33%, según un sondeo de Gallup. España y Grecia, cuyas economías fueron rescatadas durante la crisis de la eurozona, llegaron a registrar los mayores déficits del mundo en prosperidad como consecuencia de las duras medidas de austeridad que tuvieron que adoptar al tiempo que se disparaban las tasas de paro y de pobreza hasta niveles históricos. En el caso de Grecia los efectos aún perduran: solo el 19% de los griegos se sentía satisfecho en 2017 frente al 44% diez años atrás.

EE UU o la paradoja de Easterlin

Estados Unidos encaja en el tópico de ‘el dinero no da la felicidad’. Cuando se contrastan sus indicadores de renta per cápita con la percepción individual de prosperidad o felicidad, el país más rico del mundo demuestra ser un ejemplo de la llamada ‘paradoja de Easterlin’, que recibe el nombre del economista estadounidense Richard Easterlin, quien en los años 70 demostró que a pesar del incremento de renta, la felicidad media de sus conciudadanos permanecía casi inmóvil.

Aunque la famosa ‘paradoja de Easterlin’ ha sido contestada posteriormente por otros economistas, su principio fundamental es que la renta es necesaria para alcanzar un cierto grado de felicidad, pero mayores incrementos de renta no conllevan más felicidad. EE UU es un ejemplo de la ‘paradoja’: su renta per cápita se ha más que duplicado desde 1972, mientras que la percepción social de felicidad (o bienestar subjetivo) permanece casi sin cambios, incluso ha disminuido desde entonces. “La evidencia nos dice que para un mismo crecimiento la capacidad de los países para producir felicidad o bienestar colectivo es muy diferente. Depende fundamentalmente de la calidad de sus instituciones y de sus políticas. Países que están a la cabeza del ranking de crecimiento económico, como es el caso de los Estados Unidos y, en general, de los países anglosajones, descienden intensamente cuando se mide el bienestar con indicadores más complejos. Por tanto, la causa de la pérdida de ese vínculo fue la mala política. En particular, la ruptura del contrato social de postguerra y las políticas de austeridad que siguieron a la crisis financiera y a la crisis de la deuda en el caso de la Unión Europea”, añade el profesor Costas.

[vc_posts_slider count=1 interval=3 slides_content=teaser slides_title=1 thumb_size=”large” posttypes=post posts_in=11936]

Para los autores de ‘World Happiness Report’, un informe anual que elabora la ONU desde 2012 sobre el estado de la felicidad en el mundo, la insatisfacción de la sociedad estadounidense se debería a múltiples causas, algunas de ellas más propias de otras latitudes con menor desarrollo económico e institucional. “Las redes de apoyo social en EE UU se han debilitado con el tiempo; las percepciones de corrupción en el gobierno y empresas han aumentado y la confianza en las instituciones públicas se ha desvanecido”, señalan. Otra de las causas que apuntan es el pobre funcionamiento de la sanidad pública estadounidense en términos de esperanza de vida, que ha empeorado con respecto a otros países. De hecho, entre 2014 y 2016, y en contra de la tendencia mundial, los estadounidenses han acortado su esperanza de vida en 0,2 años.

Algunos factores que estarían influyendo en el deterioro físico de la sociedad estadounidense serían la obesidad, el abuso del consumo de sustancias psicotrópicas y la depresión. Su tratamiento mediante políticas públicas “podría contribuir considerablemente a [su] bienestar”, sugieren los autores del ‘World Happiness Report 2018’.

¿Y el futuro? ¿Cómo será un país feliz? ¿Serán las grandes ciudades las depositarias de la felicidad? Para la profesora Chuliá será necesario, además de salud, ”dos recursos que parecen antitéticos: tiempo no dedicado al trabajo retribuido, por una parte, y medios económicos, por otra. Si una parte importante de los ciudadanos que conforman una sociedad no dispone de un equilibrio entre esos dos recursos que resulte satisfactorio individualmente, se me antoja difícil que esa sociedad muestre altos niveles de felicidad”.

Para lograr un ‘país feliz’ en el siglo XXI necesitamos un nuevo contrato social que reconcilie economía, progreso social y democracia, como lo hizo en el siglo pasado el contrato liberal socialdemócrata de la postguerra. […] Hoy necesitamos un nuevo contrato social liberal progresista que, por un lado, fomente una economía vibrante y, por otro, fortalezca un Estado social más justo. Pero, de momento, no lo veo por ningún lado. […] Mientras el siglo XX fue el siglo de los estados nacionales, el siglo XXI será el siglo de las ciudades”.

Con las nuevas tecnologías de la información y de internet, una creciente democracia participativa y una descentralización política y administrativa, la ciudad es el ámbito más importante para reconciliar crecimiento y bienestar. Al aserto medieval de que ‘la ciudad os hará libres’ habría que añadir ahora que, además, “os hará más felices”, apostilla el profesor Costas.