Si seguimos aquí es porque tenemos cierto instinto para resolver problemas, la capacidad de crear soluciones, de imaginar un mundo mejor, perseguir ese sueño, y colaborar para resolver las crisis y los retos que se nos presentan.

Es evidente que también tenemos capacidad de lo contrario. Las crisis políticas, sociales o empresariales, incluso la mayoría de los cambios medioambientales, son resultado directo o indirecto de decisiones que tomaron determinadas personas. Cada uno de nosotros puede producir un impacto en el mundo, aunque no siempre tenemos conciencia de ello, o la tenemos, pero no la orientamos atendiendo al interés común. Y ha llegado el momento de hacerlo.

En el año 2000, el mundo se unió para lograr en 15 años 15 objetivos globales. No todas las metas fueron alcanzadas (la mortalidad infantil se redujo a más de la mitad, aunque no se cumplió el objetivo de bajarla dos tercios) pero algunas sí se lograron, incluso antes de tiempo: el número de personas sin acceso a agua potable se redujo a más de la mitad cinco años antes de la fecha establecida. Y ahora tenemos una segunda oportunidad para proteger el futuro de nuestro planeta.

En 2015, las Naciones Unidas volvieron a diseñar una agenda global, y esta vez nos preguntaron a todos qué problemas queríamos resolver. La encuesta masiva, además del trabajo estratégico de los países miembro, resultó en los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible planteados para 2030.

¿Cómo asegurarnos de que esta vez sí cumplamos con estas metas?

La educación no es la respuesta a todos los males, pero tiene un papel fundamental en la construcción de una sociedad donde las soluciones crezcan más rápido que los problemas; donde las oportunidades sean más y para más personas; donde disminuya la violencia; y donde exista el diálogo y la igualdad. Es una herramienta clave para conseguir que los Objetivos de Desarrollo Sostenible sean mínimos o casi innecesarios en el futuro. Y sobran los ejemplos de que funciona.

Hay una escuela en Coslada (Madrid), cuyos alumnos, entre otros muchos proyectos de aprendizaje-servicio, han conseguido que aumente en un 60% la donación de sangre en el barrio, impulsando campañas de sensibilización y trabajos desarrollados por ellos mismos – chicos y chicas de 15 y 16 años.

En una pequeñísima escuela rural de Zaragoza, los niños de siete y ocho años han asumido el papel de mediadores, para resolver entre ellos los conflictos y casos de acoso en clase. Y otros se han convertido en los “Protectores Planetarios”, encargados de que el patio quede limpio de residuos, o de que el reciclaje se haga correctamente.

También existen escuelas públicas que incluyen la lengua de signos como lengua oficial, para asegurar la total inclusión de sus alumnos sordos. O centros en los que las decisiones que afectan a todos se toman en asamblea, con la participación y el reparto de poder entre los niños y niñas.

Cabría preguntarse cuál es el proceso que nos lleva a darnos cuenta de ese poder. Cómo lo ejercemos o lo desarrollamos. Cómo lo depuramos y lo entrenamos. Y cómo lo aplicamos. De hecho, una forma de medir nuestro progreso como sociedad, más allá de los índices macroeconómicos, la evolución de los sistemas de innovación o los índices de desarrollo humano, podría ser un indicador que midiera cómo evoluciona esa voluntad individual de cada ciudadano para producir impacto positivo en sus comunidades.

Pero no podemos caer en la simplificación de dejar esta compleja carga a la escuela y a los educadores, ni en la irresponsabilidad de pensar que esto es labor de las nuevas generaciones en cuyas manos estaremos el día de mañana.

Como política, como empresaria, como padre o abuelo, como periodista o vecino, sea cual sea tu profesión o tu ocupación, tienes algo que aportar. No hace falta ser uno de los grandes líderes mundiales para crear tu propia revolución. La tuya puede ser a pequeña escala. Puede traducirse en mejorar tus hábitos de consumo, en resolver problemas que afectan a tu comunidad o a tu barrio, en llevar una vida ecológicamente más sostenible, o en activar a las personas de tu entorno para que sean agentes del cambio que empaticen con los problemas que hay a su alrededor (hijos, alumnos, empleados…).

Sin duda, hoy hacen falta más que nunca las grandes organizaciones que creen en su capacidad para impulsar proyectos transformadores, las ONUs, y los Bill y Melinda Gates, los Unilevers y los Ikeas. Jamás hicieron tanta falta las personas optimistas que protagonizan cambios positivos, como esos individuos anónimos a los que homenajeó Barack Obama en el mensaje de fin de año que lanzó a través de su fundación. Y, sobre todo, ahora haces falta tú.

Hace falta un cambio de mentalidad que nos ayude a darnos cuenta de nuestra capacidad y responsabilidad en la generación de cambios positivos. Que nos ayude a comprender que el futuro del planeta depende de una revolución silenciosa que empieza en cada uno de nosotros.

Cuando fijamos la agenda para los Objetivos del Milenio en el 2000, aquellas metas parecían inalcanzables y utópicas. Nuestro logro como comunidad internacional no fue ni mucho menos perfecto, pero conseguimos superar algunas de las estimaciones iniciales. Eso demuestra que sabemos hacerlo, que podemos hacerlo y que también lograremos cumplir los objetivos de 2030. Sin embargo, las experiencias previas han dejado una cosa clara. Esta es una cuestión que depende enormemente de la voluntad de cada uno y de la toma de conciencia de ese poder nuestro, individual e intransferible, para conseguir lo que nos proponemos.

David Martín Díaz (@davidmardiaz) es Codirector de Ashoka España.

Maira Cabrini (@mairacabrini) es directora de Comunicación de Ashoka España.