La globalización, producto del triunfo de la economía de mercado en el terreno de las ideas y de la revolución de las tecnologías de la información y las comunicaciones, ha mejorado la vida de millones de seres humanos. Sin embargo se le critica porque aumenta la desigualdad, destruye el medio ambiente y acaba con la democracia. Con el pequeño detalle de que no se suele construir el contra factual, la historia ficción de un mundo no globalizado. No hay razón alguna para pensar que un mundo proteccionista, sin libertad de movimiento de personas, bienes, servicios y capitales sería más libre, próspero o justo.
El aumento de la desigualad es una falacia. Nunca la renta ha estado más distribuida en el mundo. Según el Banco Mundial el número de personas por debajo del umbral de pobreza se ha reducido a la mitad, entre 1990 y 2012, los años de gloria de la globalización, y más de 1.300 millones de seres humanos han abandonado la pobreza extrema. Es cierto que ha aumentado la desigualdad en el seno de los distintos países. Simplificando, en los países desarrollados porque al expandirse el conocimiento y el acceso a las nuevas tecnologías, parte de sus trabajadores han perdido su ventaja competitiva y sus puestos de trabajo han emigrado a países emergentes en un proceso que nada tiene que ver con la crisis financiera. Y la desigualdad ha aumentado también en los países emergentes, más cuanto más rápido haya sido su crecimiento, como en China o México. Como también lo hizo en la Inglaterra victoriana y gracias a ello experimentó el mayor salto en su nivel de bienestar de la historia de la Humanidad. No veo el problema. Las políticas públicas han de perseguir la reducción de la pobreza y la igualdad de oportunidades, no la igualdad de resultados. Diseñémoslas con sentido, pero no elevemos la envidia a criterio de acción social.
Los efectos de la globalización en el medio ambiente darían para otro artículo, pero tanto las consideraciones distributivas como ambientales llevan, nos dicen, a la necesidad de gestionar, de gobernar la globalización. Necesitamos un nuevo contrato social para una economía digital y globalizada. Una aspiración tan legítima como irrealizable. Además, la globalización no es la causa de nuestro desencanto, sino la falta de crecimiento. Para recuperarlo hacen falta reformas que modernicen nuestras economías, que estimulen la innovación, que eleven la productividad, que mejoren nuestra competitividad, que ajusten el Estado de Bienestar a las realidades demográficas y a nuestra capacidad de financiación, manteniendo una red sostenible de protección social.
Hace falta una respuesta positiva a los retos de la globalización; una mayor coordinación e integración de las políticas económicas y sociales. Parecía una obviedad que los conflictos históricos podían superarse con una creciente integración económica que estableciese una tupida red de relaciones humanas mutuamente beneficiosas. Ya no es evidente. Hoy, la integración parece sucumbir al proteccionismo y al nacionalismo, las viejas enfermedades que creíamos superadas.
Con el brexit ha reaparecido el riesgo político en Europa. Con Trump, el aislacionismo norteamericano. Con los populismos, el riesgo de recesión. El multilateralismo está en peligro. Triunfa una visión mercantilista de las relaciones internacionales con tres ejes centrales, Estados Unidos, China y Rusia. Europa parece ausente, debatiéndose entre la nostalgia colonial del Reino Unido, la Europa Fortaleza de los nuevos populismos y un dormido federalismo carente de liderazgo. Pero el mundo necesita más que nunca el sueño europeo. Para salvar la globalización de sus enemigos internos.
FERNANDO FERNÁNDEZ
IE Business School