Dos casos recientes han vuelto a poner de actualidad el complejo asunto del plagio en la industria musical. Por un lado, a finales del pasado mes de septiembre supimos de la demanda interpuesta por Sergio García Fernández, líder del grupo hispano-argentino Angelslang, contra los Rolling Stones, presentada ante el Juzgado de lo Mercantil nº 19 de Madrid. Por otro, esta pasada primavera, la británica Dua Lipa, una de las cantantes que más sospechas de plagio suele levantar con sus canciones, ha ganado la demanda presentada contra ella por su éxito mundial de 2020 Levitating. Además, hace un año, en septiembre de 2024, la plataforma de inversión musical Tempo Music Investments presentó otra demanda contra Miley Cyrus por, supuestamente, copiar sin autorización numerosos elementos de la canción del cantante hawaiano Bruno Mars When I Was Your Man, publicada en 2012, para su éxito mundial Flowers.
El plagio es una práctica que puede ocurrir en cualquier ámbito, desde el terreno académico universitario hasta los estudios de grabación, pasando por los discursos políticos o la literatura. Pero es en la música donde se han producido algunos de los casos más célebres. Y en este particular, quien alega una infracción de los derechos de autor tiene que demostrar dos cosas. La primera, que el demandado ha escuchado la canción original antes de escribir la suya. Y la segunda, que exista lo que se llama “similitud sustancial”; esto es, que el oyente medio pueda darse cuenta de que una canción ha sido copiada de la otra.
Simplificando muchísimo, la música se basa en la alternancia de siete notas, así que la posibilidad de plagio, aunque sea inconsciente (se llama “criptomnesia”), está a la orden de día.
Entre los afectados están nombres popularísimos de la música de los últimos setenta años, desde Led Zeppelin a Taylor Swift, pasando por Bob Dylan, Michael Jackson, Nirvana, Radiohead, Kendrick Lamar, Shakira, Coldplay, Lana del Rey, Oasis o Katy Perry. Y su resolución se ha saldado, fundamentalmente, con acuerdos extrajudiciales y, en menor medida, batallas legales que han supuesto acuerdos económicos que, en la mayoría de los casos, se han resuelto con la “devolución” de la acreditación de los derechos de autor de las canciones al demandante. Y muchas menos veces de lo que imaginamos, con indemnizaciones millonarias.
Reincidentes
Los Rolling Stones, a los que Sergio García Fernández demandó en septiembre, ya se han enfrentado en el pasado a acusaciones similares.
En 1997, incluso, reconocieron voluntariamente la autoría de la cantautora folk canadiense k.d. lang y su socio compositor Ben Mink en Anybody Seen My Baby?, el tema incluido en el álbum de los Rolling Stones Bridges to Babylon. Según relató el propio Keith Richards en su autobiografía Life, “mi hija Angela y una amiga estaban en Redlands [la mansión que Richards posee en West Wittering, en la costa sur de Inglaterra] y yo les puse el disco, pero ellas empezaron a cantar una canción totalmente diferente sobre él.
Estaban cantando Constant Craving, de k.d. Lang. Fueron Angela y su amiga las que la reconocieron”. Se trataba de una canción de 1992, incluida en Ingénue, el segundo álbum de la canadiense. Posteriormente, en 2000, hubo otro caso, aunque no se trataba de plagio, y no se acusaba a Jagger y Richards: un tribunal estadounidense falló en contra de la antigua discográfica de los Rolling Stones, ABKCO Records, al determinar que dos canciones del bluesman Robert Johnson grabadas por el grupo, Love in Vain (incluida en Let It Bleed, de 1969) y Stop Breaking Down (publicada en 1972 en Exile on Main St.), no eran todavía de “dominio público” cuando se publicaron, ya que las canciones originales se grabaron en 1937 y sus derechos pertenecían aún a los herederos de Johnson.
Pero los Stones también estuvieron al otro lado de la barrera. El grupo The Verve lanzó su single Bitter Sweet Symphony, con un arreglo de cuerdas que el manager de los Rolling Stones declaró que se parecía demasiado a The Last Time, un single de los Rolling Stones de 1965. Tras la demanda, The Verve se vio obligado a ceder todos los derechos de autor y los créditos de composición a Jagger-Richards.
Los casos más sonados
Uno de los más famosos casos de reparación económica sustanciosa tuvo por protagonista al beatle George Harrison, que tuvo que afrontar en vida, y con la separación del cuarteto de Liverpool todavía reciente, una demanda que ha sido de las más célebres de la historia y por la que se litigó durante varios años. En ella se alegaba que Harrison había plagiado el tema de The Chiffons He’s So Fine en su canción My Sweet Lord. El 10 de febrero de 1971, Bright Tunes, la entidad que poseía los derechos editoriales de He’s So Fine, puso en marcha la demanda por plagio y, aunque Harrison negó las acusaciones, la disputa legal siguió adelante porque el titular de los derechos se mostró inflexible a la hora de asegurarse como compensación el 40% de los ingresos por las cuantiosas ventas de My Sweet Lord (todavía el tema más popular de Harrison en solitario, con más de 660 millones de reproducciones en Spotify).
Pese a las objeciones del músico británico, el tribunal estadounidense le condenó el 19 de febrero de 1981 a pagar 587.000 dólares por daños y perjuicios. Madonna también ha sido demandada en un par de ocasiones (con éxito) por dos de sus canciones más famosas. La primera, por Papa Don’t Preach, de 1986; Donna Weiss y Bruce Robert recibieron una compensación económica tras alegar que la canción de la cantante era un plagio de Sugar Don’t Bite, el tema que ellos habían compuesto un año antes para Sam Harris. Cuando se dio la voz de alarma, ambas partes acordaron una tarifa no revelada para resolver cualquier disputa sobre los derechos. Casi una década después, en 2005, la veterana cantante libanesa Fairuz demandó a Madonna al descubrir que en Erotica la estadounidense había incluido sin su consentimiento la voz de la libanesa cantando un fragmento de su canción Al Yawm Ulliqa Alal Khashaba, publicada en 1962.
El asunto tampoco llegó a los tribunales y se saldó con un acuerdo extrajudicial de unos 2,5 millones de dólares, y la prohibición de comercializar tanto la canción como el álbum homónimo de Madonna en Líbano. Sin embargo, el caso más llamativo, económicamente hablando, fue el que enfrentó a los herederos del cantante de soul Marvin Gaye con Robin Thicke, Pharrell Williams y el rapero Clifford Joseph Harris Jr. –conocido como T.I. o Tip–, por Blurred Lines, la canción que da título al álbum de 2013 de Robin Thicke, con Williams y T.I. como coautores e intérpretes. La familia de Marvin Gaye alegó que la canción tenía un parecido asombroso con el clásico de 1977 del fallecido cantante de soul Got To Give It Up. La disputa dio lugar a una batalla legal de dos años, en cuyo transcurso Thicke llegó a admitir que estaba ebrio de Vicodina y alcohol cuando se presentó a grabar la canción en el estudio, y que Williams escribió la mayor parte de la canción. El 10 de marzo de 2015 el jurado declaró a Thicke y Williams (pero no a T.I.), responsables de infracción de derechos de autor y concedió a la familia de Gaye 7,4 millones de dólares por daños y perjuicios y acreditó a Marvin Gaye como compositor de Blurred Lines. La cifra, tras recurso de los acusados, se rebajó a 5,3 millones de dólares en julio de ese mismo año.
