Trabajo en el ámbito de las políticas de inteligencia artificial (IA). La pregunta que más me hacen en las fiestas es si la IA destruirá a la humanidad. No lo creo. Siempre existe el riesgo teórico de que las máquinas se descontrolen en un escenario de clips, pero mi principal preocupación es otra. El rápido ritmo de adopción de la IA puede no dar tiempo a las sociedades para adaptarse. Las instituciones, los mercados laborales y los sistemas políticos tienden a evolucionar más lentamente que las tecnologías. Si esas fricciones se acumulan, pueden provocar malestar social e inestabilidad. Así es como comienzan los futuros distópicos. El Premio Nobel de Economía de este año, otorgado a Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt, subraya esta idea. Su trabajo muestra cómo la innovación impulsa el crecimiento, pero también crea conflictos que deben gestionarse de forma constructiva.
Pesimistas, luditas y aceleracionistas
La tensión entre los avances tecnológicos y la disrupción social no es nueva. Durante la Revolución Industrial, los trabajadores textiles ingleses conocidos como luditas destruyeron las máquinas que, en su opinión, amenazaban su sustento. Su movimiento no se centraba tanto en oponerse a la tecnología en sí misma como en resistirse a la agitación de las condiciones laborales y la pérdida de poder de negociación. La lección más amplia fue que la innovación crea ganadores y perdedores, y que los perdedores a menudo se resisten.
En la actualidad, los debates sobre la IA tienen un eco similar. Por un lado están los pesimistas, que temen el riesgo existencial que suponen los sistemas poderosos que pueden escapar al control humano. A menudo invocan escenarios en los que entidades superinteligentes optimizan objetivos perjudiciales para la humanidad. Por otro lado están los aceleracionistas, que consideran que el rápido despliegue de la IA es inevitable y deseable. Para ellos, ralentizarlo supone ceder ventaja a los rivales o perder oportunidades de avances en ciencia, medicina y productividad.
Entre ambos extremos se encuentra una preocupación pragmática: la capacidad de adaptación de las sociedades. Los puestos de trabajo cambiarán, las instituciones se verán sometidas a presión y el poder podría concentrarse en un puñado de empresas que controlan la informática y los datos. Gestionar esta transición no consiste tanto en elegir entre el optimismo y el pesimismo, sino en modernizar la gobernanza para seguir el ritmo de la innovación.
Dentro del anuncio del Premio Nobel 2025
El comité del Nobel otorgó el premio de economía 2025 a Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt por explicar el crecimiento económico impulsado por la innovación. Su trabajo colectivo ilustra por qué los últimos dos siglos, a diferencia de la mayor parte de la historia de la humanidad, produjeron un crecimiento sostenido. Mokyr destacó en su investigación cómo la apertura cultural a las nuevas ideas y los conocimientos científicos contribuyeron a desencadenar la Revolución Industrial y a sostener el crecimiento en Europa. Aghion y Howitt formalizaron el proceso en su influyente modelo de destrucción creativa de 1992, mostrando cómo la innovación crea y destruye a la vez, y cómo los nuevos productos y métodos desplazan a los antiguos, lo que obliga a una renovación continua.
En la ceremonia, la profesora Kerstin Enflo, de la Universidad de Lund, que entregó el premio, destacó cómo estas teorías explican la prosperidad, pero también muestran que, si bien la innovación impulsa el progreso, los intereses arraigados y las instituciones débiles pueden bloquearlo.
¿Qué podría detener el crecimiento después de 200 años?
En su entrevista posterior al anuncio, Aghion subrayó que el crecimiento no se puede dar por sentado. Las sociedades deben salvaguardar las condiciones para que la destrucción creativa continúe. Identificó tres retos urgentes: mantener los mercados abiertos, garantizar la sostenibilidad y evitar la concentración excesiva de poder en las empresas de IA. Si no se presta atención a estas áreas, el ciclo de crecimiento que ha durado 200 años podría estancarse.
En primer lugar, la necesidad de mercados abiertos. La innovación prospera cuando las empresas y los emprendedores pueden entrar en los mercados, competir y sustituir a los operadores tradicionales. Los aranceles y las barreras proteccionistas frenan este proceso. Si los gobiernos dan prioridad a la protección de las empresas nacionales a expensas de la competencia, socavan el propio proceso de destrucción creativa. La historia demuestra que las economías abiertas han sido más dinámicas, mientras que las cerradas se estancan. Para Aghion, preservar la apertura es esencial para el crecimiento continuo.
El segundo riesgo proviene de los límites medioambientales. El crecimiento sostenido requiere no solo el progreso tecnológico, sino también la capacidad de alinearlo con los límites planetarios. El cambio climático, el agotamiento de los recursos y la degradación medioambiental amenazan con descarrilar la prosperidad si el crecimiento sigue vinculado al consumo de combustibles fósiles. Aghion sostiene que la innovación debe orientarse hacia las tecnologías verdes: energías renovables, métodos de producción limpios e infraestructuras sostenibles. Sin este giro, el crecimiento a largo plazo podría tambalearse bajo las restricciones ecológicas.
Aghion advirtió que un tercer desafío radica en la concentración del poder en unas pocas empresas que controlan la IA. La innovación depende de la competencia. Si los recursos necesarios para la IA (datos, computación, talento) quedan encerrados en estructuras monopolísticas, el dinamismo de la destrucción creativa se verá afectado. En lugar de un ciclo en el que los nuevos participantes sustituyen a los ya establecidos, las sociedades corren el riesgo de enfrentarse a un escenario de poder arraigado, en el que un pequeño grupo de empresas dicta el ritmo y la dirección de la tecnología.
Proteger el crecimiento en una era de disrupción
El Premio Nobel de Economía de este año subraya que la innovación no se produce por sí sola. Requiere instituciones, políticas y condiciones culturales que permitan que las ideas florezcan, al tiempo que se gestiona la disrupción que crean. El trabajo de Mokyr, Aghion y Howitt muestra que la prosperidad depende del equilibrio entre la creación y la destrucción, la apertura y la estabilidad, el progreso y la equidad.
Para la IA, el reto es especialmente urgente. A diferencia de las tecnologías anteriores, la IA evoluciona rápidamente, se difunde a nivel mundial y se entrecruza con todos los ámbitos de la vida. Los gobiernos deben adaptarse. Esa adaptación requiere modernizar las instituciones, incluidos los marcos normativos que sean flexibles pero aplicables, los sistemas educativos que preparen a los trabajadores para el cambio de competencias y las políticas de competencia que eviten la concentración. Al mismo tiempo, la inversión pública en investigación es fundamental. Muchos avances en la IA y campos relacionados provienen de instituciones financiadas con fondos públicos y de la ciencia básica. La financiación continua garantiza que la innovación satisfaga las necesidades generales de la sociedad, además de los intereses corporativos específicos.
El progreso no requiere ni congelar la innovación ni aceptarla sin control, sino gobernarla con prudencia. Eso significa crear barreras de protección sin sofocar el descubrimiento, promover la competencia sin ignorar los riesgos y alinear el progreso tecnológico con la sostenibilidad y la cohesión social. Los debates sobre el Premio Nobel de este año nos recuerdan que el crecimiento no está garantizado. Debe cultivarse, protegerse y compartirse. La prueba para nuestra generación es si somos capaces de gestionar la próxima ola de destrucción creativa de una manera que fortalezca, en lugar de fracturar, las sociedades en las que vivimos.
