Si pudieras tener un poder especial, ¿cuál sería? Esta pregunta es casi un escenario común. Todos hemos debatido sobre ella alguna vez al calor de unas cervezas. Ser invisible o volar siempre acaban saliendo en cualquier conversación y, la verdad sea dicha, serían unas habilidades interesantísimas. Si yo pudiera volar, lo primero que haría sería cruzar ese límite en el que deja de haber nubes y sólo hay un cielo despejado; aunque odie montar en aviones, ese instante siempre me sobrecoge y, por un momento, me hace replantearme mi ausencia de convicciones religiosas. Sólo por ver en su esplendor ese fenómeno merece la pena pelear por el asiento que está junto a la ventanilla. Si pudiera ser invisible, me colaría en el estudio de grabación de Melendi para ver las pruebas de sonido.
Pero, pensándolo bien, creo que esos poderes especiales me acabarían cansando. Por un lado, volar en avión me da bastante miedo, así que no me quiero imaginar sin una carcasa metálica protegiéndome; quedaría tan expuesto a tragar humo de fábricas o a cruzarme con algún murciélago volando bajo que no sé si de ahí saldría algo bueno. Terminaría haciendo con mi poder especial lo mismo que con la inscripción al gimnasio cuando llega el año nuevo: no usarla. Y con la capacidad de ser invisible la posibilidad de emplearla de forma nociva es tan grande que mejor ni pensarlo. Uno ya no podría ni rascarse tranquilamente en su sofá con la paz de que nadie está mirando. Qué incomodo es rascarse algunas zonas por la calle, ¿verdad? Pues imaginad que siempre fuera así.
Tras descartar volar e invalidada la invisibilidad, he llegado a la conclusión de que, si pudiera tener un poder especial, escogería ser capaz de verme actuar desde fuera en el mismo momento en que la acción está aconteciendo. Parece un poder extraño, ni siquiera sé ponerle un nombre (¿desdoblarse, quizá?), pero estoy convencido de que me haría evolucionar como persona muchísimo. Hay veces que me imagino desde fuera para ver la imagen que estoy proyectando, pero habitualmente más enfocado a fardar. Como quien se pide un trago de una marca extraña y cara de whisky y se recrea creyéndose Humphrey Bogart, aunque en realidad siga pareciendo el mismo pobre hombre de siempre, pero con un vaso de whisky solo. No me refiero a ese deseo relacionado con el estatus, sino a algo mucho más básico: ser capaz de ver si las cosas que digo son exactamente las que quiero expresar.
Si pudiera verme desde fuera, tumbarme un día entero en el sofá a ver por televisión cómo vivo, cómo me comporto, cómo me expreso con los demás, cómo transmito lo que quiero transmitir, estoy convencido de que podría descubrir un sinfín de cosas para mejorar, darme un montón de consejos. Es verdad, abusar de este súper poder podría llegar a ser un poco tóxico, si no te gustase nada de lo que ves, pero usado en su justa medida nos serviría para darnos cuenta de las debilidades y las fortalezas mucho antes. En el fragor del día a día no siempre somos capaces de poner perspectiva y algo de distancia a lo que hacemos.
Me encantaría poder comentar cómo me estoy comportando, tal y como valoro el partido de Karim Benzema cada fin de semana. Ojalá pudiera ser Risto Mejide conmigo mismo, verme desenvolviéndome en el escenario. Aunque también es cierto que es muy posible que, una vez que atravesase las nubes que me impiden ver todo con claridad, la actuación que yo imaginaba como la de una súper estrella sonase quizá como la de la prueba de sonido de Melendi. Tocaría conformarse con tener un estilo propio, al menos, hasta poder cambiarlo.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.