Jorge Martínez, figura axial del rock más insurrecto surgido en España en los años ochenta, ha fallecido hoy a los 70 años en el Hospital Universitario Central de Asturias tras semanas de lucha contra un cáncer fulminante de páncreas que le obligó a cancelar la gira de presentación de “Joven y arrogante”, el último disco de Ilegales. Se extinguió rápido, como se extinguen las hogueras que han ardido demasiado fuerte: sin concesiones, sin sentimentalismos, rodeado de amigos que se turnaban para acompañarle mientras el dolor lo arrinconaba. Hasta el final pensó en música. A su última visita nocturna, Roberto Nicieza, exbatería de la banda gijonesa Australian Blonde le había confesado un sueño inquietante: un concierto que, para su oído absoluto y feroz, sonaba rematadamente mal. Incluso a las puertas del abismo, seguía afinando el mundo.
Jorge no tenía pelos en la lengua ni rendía pleitesía a nadie, y se atrevía a decir lo que nadie más suele hacerlo. En cierta entrevista, rastreable en internet, contaba que la rima de una de sus más famosas canciones, “Soy un macarra / soy un hortera / voy a toda hostia por la carretera”, era su respuesta a lo que a él le parecía una rima vergonzosa: “Soy palomo torcaz / dejadme en paz”, de la canción “Vagabundear” de Joan Manuel Serrat. En el libro “Conversaciones ilegales” (Efe Eme, 2019), escrito por el periodista Carlos H. Vázquez, se pueden leer frases tan espectaculares como: “Eso de oír a los mayores, depende: a veces tiene valor y otras no, porque no todos los mayores son sabios; la gran mayoría son unos imbéciles, reconozcámoslo. Son gente con lagunas e incluso desiertos culturales”.
Martínez no fue únicamente el rostro visible de una de las bandas más contundentes del rock en castellano. Fue un temperamento. Un arquero que disparaba canciones como dardos envenenados, un lector voraz disfrazado de pendenciero profesional, un hombre culto envuelto en un personaje que se alimentaba del choque y la provocación. En Asturias lo conocían como Jorjón: un gigante en chupa de cuero, cabeza rapada preparada para el botellazo, mirada que oscilaba entre el reto y el afecto. Siempre parecía vestido para una guerra que, en realidad, llevaba dentro.
Nacido en Avilés en 1955; procedía de una familia noble venida a menos: era descendiente de Pedro Menéndez de Avilés, 4º Adelantado de La Florida y gobernador de Florida y Cuba en el siglo XVI, y del historiador Tirso de Avilés, cuyo palacete de Bolgues en Las Regueras, sigue perteneciendo a su familia. Su infancia transcurrió entre radios que escupían copla –que detestaba– y la irrupción milagrosa de Elvis, Lone Star, los Teen Tops o Los Bravos. “Black is Black” marcó su destino: aquella noche, con apenas doce años, comprendió que su vida iría ligada a la electricidad de una guitarra. Adolescente inquieto, se curtió en colegios militarizados donde sobrevivía a base de imaginación, rabia y un oído privilegiado. A los veinte ya tocaba en orquestas, había abandonado Derecho y había roto con su familia. La música era su único lugar habitable.
Sus primeras aventuras fueron turbulentas: Madson, banda donde militaba con su hermano Juan Carlos, alternaba rock crudo con pequeñas fechorías propias de una Asturias industrial en llamas. De ahí surgirían Crack –para los que compuso “Delincuente habitual”, que se convertiría en uno de los himnos de Ilegales– y, poco después, Los Metálicos, germen inmediato de Ilegales, nombre que adoptaron al comenzar la década de los ochenta. El joven Jorge de entonces caminaba por Gijón con un palo de hockey de aspecto amenazante, presagio del espíritu que pronto encarnaría sobre el escenario.
El debut de Ilegales, publicado en 1982 gracias a la intermediación decisiva de Víctor Manuel, que detectó el potencial volcánico de la banda, fue una sacudida histórica. Aquel LP homónimo, con canciones que hoy son parte del ADN musical español, despachó en poco tiempo 200.000 copias y situó al trío en un espacio propio, ajeno tanto a la movida madrileña como al rock más clásico. Era una anomalía: tres músicos diestros, liderados por un tipo de casi metro noventa, áspero, sarcástico, dueño de un repertorio que hablaba de violencia, sexo, nihilismo y supervivencia. “Tiempos nuevos, tiempos salvajes”, “Soy un macarra”, “Agotados de esperar el fin”, “¡Hola, mamoncete!, “¡Heil, Hitler!”… himnos que sonaban como bofetadas a un país que despertaba de la modorra dictatorial.
El grupo funcionaba como un proyectil: guitarras afiladas, bajo y batería minimalistas pero precisos, y la garganta de Jorge clavando cada palabra como si fuese un parte de guerra. La banda autodefinía su estilo como “música peligrosa”, y no era una hipérbole. Las peleas se producían con frecuencia; ante un simple escupitajo punk desde el público, Jorge podía lanzarse a por el responsable. Su idea del arte estaba intrínsecamente ligada al conflicto: no concebía la honestidad sin enemigos. “Si usted me detesta, me alegro: es señal de que es un cretino”, solía mascullar.
Tras un segundo disco igual de rotundo, llegó la década de excesos. El dinero entraba con la misma velocidad con que salía; las drogas devoraron a algunos miembros y Jorge tuvo que recomponer Ilegales varias veces. A pesar de la inestabilidad, su pluma siguió alumbrando imágenes brutales: nadie como él retrataba la violencia interior de una generación criada entre descampados, peleas de verbena y el humo de una España en reconversión industrial.
En los noventa su personaje se volvió cebo televisivo. Tertulias y programas lo reclamaban para subir audiencias. A veces su caricatura pública ensombrecía su talento, pero quienes lo trataban de cerca conocían un reverso frágil y cariñoso que él ocultaba con celo. Entre tormenta y tormenta componía piezas delicadísimas, demostrando que bajo el gruñido había un poeta.
En 2010 anunció una despedida que duró lo que tardó en reinventarse: Jorge Ilegal y los Magníficos, aventura deliciosa de boleros antiguos. Pero el clamor popular resucitó a Ilegales, que vivió una madurez inesperada y brillante. Su último álbum, “Joven y arrogante”, condensaba esa mezcla de insolencia y lucidez que siempre lo definió. Para él, la arrogancia era una actitud vital, una forma de plantarse ante el mundo con dignidad. “Aún me queda juventud, y arrogancia también”, aseguraba meses antes de caer enfermo.
Vivía solo, refugiado entre libros, guitarras y una colección monumental de soldaditos de plomo que recordaban su obsesión infantil por las batallas. No tuvo hijos, pero hablaba con ternura y dolor de una novia perdida por la heroína: una cicatriz que nunca cerró. Le gustaba conversar durante horas en bares de Gijón y Oviedo, compartiendo vino y anécdotas, descreído del espectáculo del presente y fiel a su propia brújula moral.
Su desaparición coincide con un tiempo más oscuro, un presente que recuerda al que vio nacer sus primeros estallidos musicales. Él ya lo advirtió: casi nada cambia del todo, y menos en el corazón humano. Jorge Martínez murió como vivió: sin miedo. Había repetido muchas veces que temía pocas cosas; el miedo, decía, “es para los indigentes del espíritu”. Su obra confirma que nunca pidió permiso para existir.
A él se le debe una parte indeleble de la banda sonora española: la que cuenta lo que duele, lo que rabia y lo que late en la sombra. En sus propias palabras, “antes morir que perder la vida”. Y Jorge Martínez la exprimió hasta el borde mismo del abismo.
