En un mundo interconectado donde un texto redactado desde Washington puede alterar el mapa aéreo global, Estados Unidos ha vuelto a demostrar su poder unilateral con una simple “recomendación”.
El NOTAM A0012/25 de la FAA, emitido el 21 de noviembre y vigente hasta febrero de 2026, no es una prohibición absoluta, sino una advertencia de “situación potencialmente peligrosa” en el espacio aéreo venezolano por interferencias GNSS y “actividad militar aumentada” … un incremento que, curiosamente, provoca el propio Washington.
En la práctica, esa recomendación funciona como un veto invisible. Desde 2019 ninguna aerolínea estadounidense vuela a Venezuela, aunque de hacerlo, la nueva orden les obligaría a notificar cada vuelo con 72 horas de antelación y extremar precauciones, un efecto dominó que arrastra al resto de países.
El resultado ha sido casi inmediato: este fin de semana Iberia suspender sus vuelos a Caracas a partir del lunes hasta nuevo aviso; Avianca canceló enlaces desde Bogotá; TAP Air Portugal, Gol y LATAM paralizaron operaciones a este país temporalmente, y Caracas-Maiquetía ha quedado semivacío. Miles de pasajeros, muchos de la diáspora venezolana en España, han quedado varados y desviados a Panamá o Bogotá.

Venezuela, ya de por sí maltrecha, paga el precio más alto. Su aviación civil y aeropuerto de la capital, que podría ser un hub caribeño pujante, languidece en mínimos históricos, progresivamente desconectado del mundo, como un archipiélago lejano.
Caída en picado
Basta comparar con los tiempos, no tan lejanos, de Hugo Chávez. En 2013, año de su fallecimiento, Maiquetía movía más de 12 millones de pasajeros anuales, unos 33.000 diarios. Había vuelos directos a 45 destinos, incluyendo Madrid y Miami. Por su parte, Conviasa, aerolínea estatal, presumía de 25-30 aviones modernos. Varios eran Embraer E190 totalmente nuevos. Era un ecosistema vibrante, subsidiado por el petróleo local y estrechas alianzas con Irán y Rusia.
Doce años después, en 2025, la proyección anual de pasajeros apenas rozará los 2,9 millones, unos 8.000 viajeros diarios, una caída del 76 % según datos del INAC y la IATA. Conviasa sobrevive ahora con entre 15-18 aviones operativos de una treintena original, la mayoría veteranos de más de 20 años y canibalizados por falta de repuestos.

Las cancelaciones del 30% de las operaciones son recurrentes, Maiquetía sufre apagones y radares obsoletos, y el tráfico internacional ha caído otro 9 % solo este año. El cóctel es conocido: hiperinflación post-Chávez, pandemia y, sobre todo, sanciones estadounidenses. Desde la Ley de Defensa de Derechos Humanos de 2015 y la Orden Ejecutiva 13884 de 2019, Conviasa está en la lista SDN de OFAC. Estar incluido en ella es como tener una tarjeta de crédito cancelada en todo el planeta: puedes tener aviones, pero no puedes mantenerlos con normalidad en el aire, pues tienes las manos atadas.
Sin repuestos, sin seguros, sin rutas directas a EE.UU. Con Trump de vuelta, las licencias humanitarias expiran en marzo y el portaaviones USS Gerald R. Ford patrulla el Caribe bajo la muy cuestionable Operación Lanza del Sur antinarcóticos. Todo apunta a una escalada a peor.

La relatora de la ONU Alena Douhan lleva años denunciando el daño colateral: estas medidas no solo asfixian al Gobierno de Maduro, sino a un pueblo que envía 1.200 millones de euros anuales en remesas desde España, donde vive la mayor diáspora venezolana de Europa. Sube la tensión, bajan los pasajeros. Iberia y Air Europa (esta última, de momento, mantiene operaciones, aunque en alerta máxima) son los últimos salvavidas transatlánticos. Hay chispazos en positivo: Qatar Airways ya vuela a Caracas en un vuelo combinado con Bogotá y Doha y la panameña Copa ha incrementado sus frecuencias a Venezuela, aunque sin diálogo real, sin alivio de sanciones unilaterales y sin una OACI imparcial, la aviación venezolana seguirá en caída libre.
