La tarea de resumir la vida y obra de una de las figuras más exquisitas de la industria de la moda no es fácil, especialmente si tras la narración hay una labor periodística. Como admiradora, es toda una oportunidad de oro –o tal vez debiera decir de rojo, algo que ya se entenderá después–.
En cualquier caso, son muchos los apuntes que hay que tomar de alguien que nació en París, vivió en Londres, trabajó en Nueva York y murió en Manhattan, y, claro, entre medias fue íntima amiga de Coco Chanel, musa de Truman Capote, asesora de imagen de Jackie Kennedy, editora de moda en Harper’s Bazaar, directora de Vogue y consultora en el Museo Metropolitano. Por supuesto, sin ser ninguna de estas realidades la más significativa de ella, la mujer que cambió para siempre la industria de la moda y la puso al servicio de la cultura.
Diana Vreeland (1903-1984) fue la responsable de poner en funcionamiento una de las profesiones más demandadas en las revistas, la figura de editora de moda. Lo hizo con un estilo propio, inconfundible hasta el punto de despertar tanto la admiración como la imitación, rebelde, talentoso, avanzado a su tiempo, pionero en disciplinas y visionario de un futuro que se antojaba cambiante. No siguió ninguna tendencia porque fue quien las creó. Le dio a la mujer independiente el arma definitiva que necesitaba para volar alto: un estilo basado en la forma más elegante de vivir (y cada persona entiende la elegancia de una manera).
Jamás dijo nada en lo referente a la variedad de gustos, pero sí sabía que si la moda tenía que ser algo, debería de ser libre. Vivió y trabajó leal a sus pensamientos, así que ambas cosas las hizo como quiso. Se podría decir que su historia está conformada por un generoso costurero de oportunidades enlazadas unas con otras con hilo rojo, el mismo color del que dijo que jamás podría imaginar aburrirse de él porque sería como acabar aborreciendo a la persona que amas. Impensable. Dicho esto, lo mejor es empezar enhebrando la aguja y dando la primera puntada.
“Una no nace en París para olvidarse de la ropa ni un segundo” dice Diana Vreeland en sus memorias (Diana Vreeland, editorial Superflua, 2020) al hablar de su llegada el mundo y del punto de partida de su apego a la moda. Pasar largas tardes de infancia recorriendo el Louvre y adiestrando su diminuta –pero esbelta– figura en clases de ballet le hizo disfrutar de una vida que, aunque sin lujos, le permitió contemplar de cerca los placeres de la clase alta, analizando la vestimentas de sus mayores y fantaseando con la propia en versión adulta. Más tarde, ya fuera de su ciudad natal, le llegó el momento de abrir una pequeña tienda de lencería, en Londres, con clientas tan fieles como Wallis Simpson, la controvertida mujer del duque de Windsor.
Más pronto que tarde, su círculo de amistades fue cogiendo forma a golpe de grandes referencias, Coco Chanel entre otras. La modista fue la encargada de convertir a Vreeland en la guinda del pastel de todas las estas de la ciudad que nunca duerme, hasta que en una de ellas la vestimenta de este alma libre cautivó el buen criterio de Carmel Snow, editora de Harper’s Bazaar, que acabó por ofrecerle un puesto en su revista. 1936 fue el despegue profesional del eterno matrimonio que Diana contrajo con la moda, y pasó de no vestirse antes del mediodía a hacerlo para asistir diariamente a su despacho y hacer historia con su columna ‘Why don’t you?’ en la mensual. Desde entonces no hubo sarao que se perdiera y tendió un puente de estilo y lujo entre Nueva York y París, gracias a los desfiles anuales.
Su mente anárquica e inventiva posicionó su talento en una acomodada sala de espera a la que Vogue acudió a su encuentro y en 1962 llamó a sus filas a la responsable de frases tales como “Repelo el narcisismo, pero apruebo la vanidad”, y es que así fue ella. Una mujer de aspecto frívolo, opinión irritante y dureza perruna. Nada podía con ella, ni siquiera las lenguas que la tachaban de soberbia. Tal vez lo fuera.
Pero sólo alguien con un talento innato como el suyo para anticipar tendencias –que después abrazarían a la industria durante años– puede permitirse el lujo de augurar la muerte de la moda occidental a favor de la toma del testigo por parte de Oriente, concretamente de Japón, del que siempre pensó era el verdadero país precursor de estilo. A excepción, obvio, del maestro de la alta costura, Cristóbal Balenciaga. De él aprendió, decía, todo lo que había que saber del oficio.
Jamás diJo nada en lo referente a la variedad de gustos, pero sí sabía que si la moda tenía que ser algo, debería de ser libre
No hay gloria sin dolor, como tampoco una leyenda llega a serlo sin disciplina. Esto no lo aprendió en casa, pero sus escasos encuentros con la realeza británica se lo hicieron saber: quién mejor que la reina María para servir de ejemplo de ello; de esta esbelta mujer, de pensamiento firme y obra admirada, entendió que la decisión sería su principal virtud y defecto. Querer a Diana era tan fácil como temerla. Y ansiar sus gustos tan racional como despreciarlos. Fue la doble cara de su misma moneda. La que resultaba tan cara de costear a Condé Nast –el ingenio se cotiza a precio de Séptima Avenida– que la editorial no tuvo más remedio que prescindir de su As dentro y fuera de la manga. Un hecho que aceptó animosamente y del que solo lamentó tener que abandonar su despacho de paredes rojo pasión. La Vreeland hizo de este color su fondo de armario y su estado de ánimo –ardiente, pasional, sangriento–.
Una mujer de sangre, de raza, que entendía las vicisitudes de la vida como una forma de dar carpetazo a algo que, por propia voluntad, uno nunca encuentra el valor suficiente para terminar. Sí fue amante de los comienzos siempre y cuando las decisiones tuvieran un leitmotiv, a poder ser, asentado en la cultura. Ahora encontramos su nombre en ellos, pero hubo un tiempo en que era ella quien recurría a los libros en busca de sentido a todo lo que sus ojos veían.
Encontró en ellos la mayor influencia que pudo tener, más allá –mucho más– del peso que de por sí ya tenían sus propios ideales. La danza, el arte, la cultura, a todas esas disciplinas había que acudir para hablar de moda, así que, qué mejor que un puesto de consultora en el Museo Metropolitano de Nueva York, donde terminó su vida profesional presentando colecciones en las que la moda y otras disciplinas artísticas quedaban unidas, al menos en su mente, por el imaginario hilo rojo que hilvanó cada etapa de su vida.
una madeJa apasionadamente atractiva de hitos en su trayectoria que la catapultó como la sacerdotisa de la moda
Una madeja apasionadamente atractiva de hitos en su trayectoria que la catapultó como la sacerdotisa de la moda, responsable de insuflar espectáculo a las revistas de moda, invitando a pasar y ver lo que en sus páginas se cocinaba, a soñar con cada portada, editorial; en definitiva, a dar a la gente lo que ni siquiera sabía que quería, pero deseaba.
Su labor fue social con quienes esperaban de esta industria algo más que anuncios de sombreros y bolsos. Misericordia con todas las mujeres que anhelaban un referente de estilo que dijera que los jeans eran la cosa creada más bonita desde que se inventó la góndola, y los bikinis, lo más importante desde la bomba atómica. Carácter y sarcasmo mezclados en la pátina de una mujer de mundo que quiso desencorsetar los códigos del momento y dejar un importante legado sobreviviente todavía al paso de los años. Hizo que el estilo clásico se desprendiera de su etiqueta arcaica, pero no de la elegancia que sólo da la herencia tradicional, y poder ser disfrutada década tras década. Convertir lo viejo en nuevo, sin tocar el patrón. “No olviden que todo lo que antes hacíamos era con el objetivo de que durara para siempre”, advirtió. No lo olvidamos. Por eso tampoco podemos olvidarnos de ella.