Algunas tardes, a la salida del colegio, Clara Graziolino (Turín, 1975) se escapaba a una antigua gipsoteca de su ciudad para escuchar el “silencio blanco” de los yesos. “Siempre quise ser escultora, pero Florencia lo cambió todo”, nos cuenta la artista italiana. “Tras ingresar en el Instituto de Arte y Restauración, empecé a obsesionarme con los detalles, como la caída de un paño o la delicada textura de la piel de mármol”. La cerámica la alejó de la monumentalidad para centrarse en la “poesía oculta de lo cotidiano”. Y, una vez más, tuvo que hacer las maletas.
Hace 22 años, Graziolino se mudó a Madrid para formarse en la Escuela de Cerámica de la Moncloa. “Mi sueño americano: llegué sola, sin conocer a nadie, y terminé abriendo mi taller en Malasaña”. Del horno de la calle Santa Lucía han salido los murales de la serie Silenzio, el panel de arcilla esmaltada Rosé Temporale y sus famosos “cuencos apilados” de la colección Haikbukuro Dream, con precios (entre 7.000 y 40.000 €) que sólo se pueden permitir diseñadores como Michael Smith, Amy Lau, Beatriz Silveira, Pablo Paniagua y Álvaro Laucirica, con los que ha colaborado en proyectos a ambos lados del Atlántico.

Graziolino es especialista en kintsugi, una técnica japonesa que utiliza oro puro en polvo para reparar y resaltar las grietas. “La filosofía wabi-sabi celebra la imperfección y resalta las cicatrices”, dice la ceramista, cuyas piezas han aparecido en campañas de publicidad de Alfa Romeo, Audi y Netflix (para la última temporada de La casa de papel) y Chloé le encargó su showroom para Riad. “Cuando abrí mi primer atelier en Turín mucha gente pensaba que me dedicaba a hacer souvenirs para turistas”, reconoce Graziolino, una de las firmas más cotizadas del PAD de Londres. “Ahora, en las ferias de arte, la cerámica vive una auténtica edad de oro”.
