Opinión Carla Mouriño

Irme porque puedo volver, volver porque puedo irme

Museo de Orsay, cuadro 'Le Lit' de Toulouse-Lautrec.

Cuando levanté la mirada hacia la pantalla del aeropuerto de Venecia la hora marcaba 19.22hs y mi vuelo estaba oficialmente retrasado hasta las 22.50hs —debía salir a las 21hs. No me quedó otro remedio que intentar pasar mi tiempo sin pensar que iba a llegar de madrugada a mi casa de vuelta, así que escribí.

Había salido de Madrid un viernes hacía ya diez días a primerísima hora. Había volado a Amsterdam, a visitar a unos amigos que ya hace años que decidieron vivir allí (a mi pesar pero con la felicidad de verlos a ellos bien). En Amsterdam ya hacía frío, ya era otoño, ya yacían las hojas marrones, caducas, rugosas, sobre las orillas de los canales y ya empezaba a notarse que el sol iba a ser tímido en los siguientes meses. 

Siempre que voy a verles salimos a cenar, paseamos y pasamos horas sentados comentando cualquier cosa. Las conversaciones son más trascendentales el primer día y la seriedad se diluye para acabar hablando de nada los últimos: volver a la cotidianidad es parte de la diversión. No quiero verles como un anuncio de noticias, quiero contarles lo que pensé ayer. 

Tomar un avión, bajar en un país desconocido y que te esperen en casa es algo poco comparable a nada. En Amsterdam amamos Samuel’s, el café de Skina o de COOS porque desde ahí observas a la ciudad moverse. En Loop 51 me gustó el desayuno a las 12 del mediodía, pero sobre todo, lo que más me gustó fue pasar las tardes en el sofá de mi amiga Nadia leyendo Hamnet mientras anochecía y escudriñaba a la distancia las casas sin cortinas de todos los vecinos. Terminé de leerlo en un canal, un día soleado mientras las fachadas de las casas holandesas se veían reflejadas en el agua.

*

Isabel Archer es un personaje de la literatura del siglo XIX. En ‘Retrato de una dama’, Henry James escribe sobre la buena de Isabel que se va a recorrer Europa con su tía mientras huye de un matrimonio que no quería aceptar en su Estados Unidos natal. La verdad es que yo no huía de nada, pero sí me seducía la idea de ser una alegre protagonista de novela decimonónica que debe recorrer distintas ciudades europeas y se deja llevar, en el camino, por las aventuras y desventuras que sufre. 

Ya personificada en Isabel, crucé a París en tren. París era la ciudad elegida para ser parada intermedia hacia mi destino final: la boda de un gran amigo en Venecia. 

En París hizo sol todos los días, algo destacable y a celebrar. Y a mí me gusta ir sola a París en otoño. El año pasado me lo regalé por mi cumpleaños y este año he hecho que pasase: ¿para qué volver a España teniendo que volver a irme? Mejor hacer un Grand Tour, mejor soñar que para eso sirve trabajar sólo con un portátil e internet. En París me gusta creerme parisina, chapurrear francés, cenar en Poulette, comer el menú del día en Chez Janou o en Benoit, cenar con amigos que nos cruzamos en la ciudad en Le Cornichon, tomar algo en La Perle, pasarme el día trabajando en el hotel Hoxton, comprarme revistas en OFR Paris o libros en Halle Saint-Pierre. También volví a pisar la Sainte-Chapelle después de 15 años y volví al Museo de Orsay porque no sólo hay que volver a los sitios que uno ama, sino y en especial, uno debe volver a los sitios que le enseñaron a amar. Y Monet en la quinta planta me enseñó a ver la pintura con ojos de curiosidad y fascinación. Volví a sentirlo. 

Ya el último día me compré ‘Fragmentos de un discurso amoroso’ de Roland Barthes y, tras comerme una trenza rellena de crema de Du Pain et Des Idées, caminé hasta el Canal St. Martin y me senté en un bar, Les Indecises, me pedí una copa de vino tinto y me largué a leer sobre el amor. Todos los días desayune en cafés con mesas minúsculas y me comí un croissant. Cada noche volví al apartamento dónde me quedaba despacio, como dejándome arrastrar, sustituyendo a la prisa. 

*

El viernes madrugué tanto que parecía que ni siquiera había dormido y me subí en un tren dirección Venecia con parada en Milán. Atravesé Francia mientras trabajaba y al pasar por los Alpes recibí un e-mail de alguien que quiero mucho. Espero que sigáis mandando cartas, aunque sean vía correo electrónico. En Milán comí una focaccia de Spontini y me embarqué hasta Venecia. Allí me esperaban mis amigos, atravesé más de 10 puentes cargada con una maleta, una mochila y un bolso. Debo comprar menos libros, me dije. Imposible, me respondí. 

Aquella noche tomamos prosecco y descansamos. Al día siguiente fui a la Librería Acqua Alta para comprarme mi primer libro de Italo Calvino e incumplir mi promesa de no comprar tantos libros cuando viaje. Vi casarse a un gran amigo, comimos muchísimo queso y pasta, jugamos a un bingo y partimos entre todos un tiramisú larguísimo. Sonó ‘Voglio vederti danzare’ y nos abrazamos. Amigos de más de una década. Éxito es celebrar al otro como a ti mismo. Eso no se lo pregunté a nadie, más bien me lo dije a mí.

Con el vuelo retrasado deseé no ser más Isabel Archer y sentí la urgencia por que me acariciaran mis sábanas de nuevo. Una vez leí de Gloria Steinem, en su ensayo ‘Mi vida en la carretera’, que lo que más le gustaba de irse era que podía volver y viceversa. Qué hermosa la Europa que recorrí, que bellos los canales de Amsterdam y sus cafecitos, qué hermosa, insolente e inalcanzable es París y qué belleza surrealista la de una ciudad entre canales, recovecos y secretos. Tanta como la de mis sábanas esperándome de nuevo, suaves y mías. 

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