Anemoia. Es curioso cómo ese sentimiento se ha apoderado de nuestra imaginación colectiva en tantos campos. En aviación comercial, basta con ver la cantidad de reportajes sobre cómo era volar ‘en los tiempos dorados’ en publicaciones impresas o digitales. En Instagram, un reel con azafatas de Pan Am suma miles de likes con comentarios como “esto sí era volar”. También tienen éxito las fotos en blanco y negro acompañadas de textos nostálgicos del tipo “entonces sí se volaba bien” o “aquello era lujo” que inundan las redes y son aplaudidos o secundados por gente cuya última experiencia en vuelo ha sido un intrascendente vuelo de bajo coste.
Anuncios de los años cincuenta o sesenta muestran azafatas con tocados impecables, pasajeros en trajes de tres piezas y copas de champán en cabinas espaciosas. Todo destila glamour, elegancia y un aire de exclusividad. En España, esa anemoia lleva a soñar con aquellos Super Constellation de Iberia, que cruzaban el Atlántico como símbolo de un país abriéndose al mundo. Sin embargo, ¿era realmente tan maravilloso volar en aquella «edad dorada»? Y, más importante, ¿no ofrece la aviación actual, para quienes pueden pagarla, un lujo que deja en pañales a aquellos días?
Llamamos anemoia a esa nostalgia por tiempos no vividos, un anhelo romántico que idealiza un pasado de vaporware aéreo, un lujo más soñado que real. Es hora de aterrizar en la realidad: eso pasó y el verdadero glamour no está en los anuncios en blanco y negro, sino en las suites que nos esperan hoy.
En los años 50 y 60, volar era un privilegio reservado para una élite absoluta. Tomemos la ruta Madrid-Nueva York a finales de los 50: Iberia, una de las pioneras en el Atlántico con sus Super Constellation, cobraba por un billete de primera clase (ida y vuelta) unos 550-600 dólares de la época, según archivos históricos de la aerolínea y la IATA. Ajustado a la inflación, con un factor de aproximadamente 11.7 veces desde 1959 hasta 2025, según el índice de precios al consumidor de EE.UU., eso equivale a unos 6.400 dólares (o 6.000 euros al cambio actual).

Imagínenlo: ese precio representaba el salario medio anual de un profesional español de entonces, o el equivalente a comprar un coche familiar. Y si, por ese desembolso oneroso, uno disfrutaba de asientos amplios, menús servidos en porcelana, y un servicio que hoy nos parece de película. Pero no nos engañemos: los aviones eran más lentos (un vuelo Madrid-Nueva York podía estirarse a 15-17 horas con escalas y vientos en contra), más ruidosos y considerablemente menos seguros.
Las turbulencias hacían temblar hasta el Martini más elegante, las cabinas estaban ahumadas por el tabaco permitido y el riesgo de accidente era 10 veces mayor que hoy, con tasas de uno por cada 100.000 horas de vuelo frente a uno por cada 10 millones en 2025. La romantización de esa era olvida estos detalles menos glamurosos: era un lujo, sí, pero uno que solo unos pocos podían permitirse sin hipotecar el futuro.

Ahora, comparemos con 2025. Por un precio similar, digamos, 5.500-7.500 euros ida y vuelta en primera clase con Iberia o British Airways en un A350, la diferencia en la experiencia es estratosférica. Suites privadas que se convierten en estupendas camas, o incluso duchas a bordo en el A380 de Emirates (si optas por una ruta hacia Asia o África vía Dubái), chefs que preparan menús personalizados con ingredientes de temporada, como los de Qatar Airways con su bar a bordo de algunos modelos inspirado en un club de lujo, y pantallas 4K con wifi de alta velocidad para trabajar o ver contenido en streaming sin interrupciones.
¿Y qué decir de la aviación corporativa? Un vuelo en un Gulfstream G650 o un Bombardier Global 7500, ofrece el epítome del lujo: interiores personalizados como un salón volante, silencio absoluto gracias a motores de última generación y aterrizajes en aeropuertos exclusivos sin colas ni jet lag acumulado a cualquier lugar del mundo, cosa impensable en esos tiempos recordados con nostalgia porque ese tipo de aviación estaba por nacer.
Si en los sesenta volar era un símbolo de estatus, donde un billete de primera evidenciaba una categoría, hoy lo es aún más, pero con una comodidad, velocidad (volvamos a un Barajas-Kennedy: 7-8 horas vs. 15-17) y seguridad que los pasajeros de Pan Am o Iberia solo podían soñar. Por el mismo poder adquisitivo relativo, hoy viajas no solo como élite, sino como un rey actualizado.

Entonces, ¿por qué se sigue suspirando por esa era? La anemoia tiene la culpa. La imaginación, alimentada por películas clásicas o actuales que recuerdan esos tiempos o esos anuncios e imágenes vintage, construyen un pasado de glamour aparentemente irrepetible, aunque ese pasado no era tan perfecto. Los asientos no se reclinaban a 180 grados, no había entretenimiento a bordo más allá de una revista o un libro, y el servicio no tenía una variedad de comidas ni tampoco bodegas de vinos y champagnes tan destacadas y premiadas como hoy.
A veces la nostalgia ciega a quien no vivió lo recordado, magnificando lo que fue y minimizando lo que es: un vuelo de los 50 costaba una fortuna relativa, pero carecía de la tecnología que hace que hoy, por ese mismo precio, sientas que el cielo es tuyo.
Con esto no les propongo abandonar el romanticismo. Mirar al pasado es entretenido, aunque quedarse en él, no. Sin embargo, les invito a disfrutar del presente. Si quieren glamour y exclusividad, reserven una suite en un A350 o un jet privado para su próxima escapada intercontinental. Pagaran un precio comparable al de los sesenta o quizá incluso un poco menos en términos reales, aunque viajaran con un lujo que aquellos pasajeros, con sus maletines de cuero, trajes e incluso sombreros de ala ancha, nunca imaginaron. Porque, en el fondo, el verdadero lujo no está en añorar un pasado idealizado, sino en volar, hoy, como reyes.

