En ‘La vida negociable’, el escritor español que mejor narra lo cotidiano, Luis Landero, nos contaba las peripecias de Hugo Bayo, un genio incomprendido, un maravilloso personaje gris, estilo dependiente noventero de El Corte Inglés, figuras a las que tanto y tan bien describe el autor pacense. Landero nos presenta a Bayo, peluquero de profesión, y arranca su novela mostrándonos su centro de trabajo como si fuese una universidad, “un lugar enciclopédico, un espacio público de libertad y democracia”. En la peluquería dan igual tus ideas políticas o tu condición social; es un remanso de calma entre tijeras, navajas y secadores en el que se establece una relación de confianza entre peluquero y lo que Landero denomina “pelucandos”, algo así como estudiantes temporales en una escuela repleta de pelo.
La semana pasada se confirmaron mis sospechas. Había visto poca gente la última vez en el establecimiento y empecé a pensar que quizá esta maldita crisis podía llevárselos por delante. El martes llamé para pedir hora para arreglarme la barba y la conexión se cortaba, como cuando una pareja se enfada y el otro no quiere coger las llamadas. Me calcé las zapatillas y me encaminé hacia la Plaza del Dos de Mayo, donde se ubica(ba) mi barbería Malayerba. Pero ya no estaba ahí. Seguían sus puertas de madera, pero ahora cerradas, y habían descolgado su cartel con letra de ‘Saloon’ americano, de esos que te gustaría abrir de una patada. No podía ser, no era posible. Con tono de Scarlett O’Hara en ‘Lo que el viento se llevó’ (no lo siento demasiado por los indignados) me lamenté y me dije: “A Dios pongo por testigo que esta barba sí volverá a pasar hambre”.
Malayerba, como tantos y tantos negocios de España, ha tenido que cerrar. El Covid-19 se está cebando con el pequeño comercio, en el que se acumulan los ceses de actividad. Cada uno de vosotros tendrá uno que le toque especialmente (peluquerías, pastelerías, ultramarinos, tiendas de ropa, galerías, oficinas, bares y más bares); a mí que cierre mi barbería me ha devastado. Porque, como decía Luis Landero, son mucho más que simples espacios en los que se corta el pelo. En el fondo, son pequeños campus a los que vas a aprender. No sé si el hecho de tener a alguien con un arma blanca en la mano me ablandaba, pero lo que sentía dando mi opinión sobre cualquier cosa con la navaja al cuello era algo cercano a la confianza absoluta.
Malayerba no tenía clientes, sino barbandos, y sus profesionales eran tutores de nada y de todo, profesores de los temas de la calle y de las reflexiones que realmente cuentan. Pienso en Rober, Edu o Luis como si fueran mis maestros universitarios. De ellos aprendí tantas cosas que ni siquiera sé enumerarlas. Supongo que porque todo lo que me enseñaron fue a estar cómodo, respirando cada varios segundos. Mi reloj inteligente tiene como récord en bajas pulsaciones una tarde en la que me corté la barba y de tanta tranquilidad bajé de 50. Eran mucho más que profesionales del pelo, eran instructores de enseñanzas. “La verdad es que ha sido una pena. Pero hay que salir adelante”, me escribió Rober cuando le lloré a través de un mensaje directo de Instagram. Es lo que hay que hacer, por supuesto, pero nunca es fácil dejar de ser estudiante.
Mi barbería es sólo un ejemplo de los miles de negocios que están cerrando en todo el mundo y, especialmente, en España. Uno camina por su ciudad y halla cientos de locales en venta, tapiados o, sencillamente, en desuso. Lugares de peregrinaje y de pleitesía en el día a día, esos espacios que tan bien describe Luis Landero. Hoy quería emplear esta columna de los lunes para decirles a todos que gracias por habernos acompañado y enseñado durante tanto tiempo. Y que, como dice la máxima: Malayerba nunca muere.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.