El último trimestre de 2020, las ventas de Chromebooks de Google se dispararon un 287% en Estados Unidos. El confinamiento, forzado por la pandemia del Covid-19, impulsó a muchos centros de educación a promover la compra de los populares portátiles de Alphabet para facilitar la asistencia de los alumnos a las clases virtuales. Por eso, cuando Google anunció que ponía fin al soporte técnico de los Chromebooks anteriores a 2021 y empezaron a percibirse los primeros fallos de funcionamiento, organizaciones como el Fondo de Educación US PIRG decidieron movilizarse y reunir miles de firmas. Consiguieron forzar el compromiso de 10 años de servicio.
Obtuvieron un éxito similar cuando Microsoft comunicó que dejaría de extender su soporte de seguridad para Windows 10. Después de la correspondiente y bien argumentada protesta, las escuelas norteamericanas pasaron a recibir actualizaciones pagando solo un dólar por ordenador.
Pero la coyuntura no es especialmente favorable para este tipo de arreglos. El informe «Chromebook Churn» de US PIRG revela que decenas de miles de ordenadores portátiles han sido reemplazados ya en las aulas debido a la caducidad del software. El fin de Windows 10 dentro de un mes cerrará las puertas de la siguiente versión a hasta 400 millones de PC; en total, se generarán por ese motivo 725 millones de kilos de desechos electrónicos.
Es inmenso el volumen de tecnología que los usuarios deben desechar, contra su voluntad, pese a que podría seguir funcionando. No sólo Chromebooks, sino también teléfonos, dispositivos domésticos inteligentes y toda esa bulliciosa amalgama de productos conectados que han venido conformando e insuflando aura al concepto del internet de las cosas (IoT). Nada menos que 18.800 millones de dispositivos IoT había en todo el mundo al cierre de 2024, 40.000 millones en 2030, según IoT Analytics.
La dinámica de cese del soporte por parte de los fabricantes no se detiene, más bien al contrario. Belkin, cuyo dispositivo Wemo se conecta a los asistentes inteligentes del hogar, y Whistle, fabricante de rastreadores de mascotas en red, acaban de seguir los pasos de Google con Nest y han anunciado recientemente su decisión de abandonar sus dispositivos inteligentes de IoT.
¿No hay alternativa entre tanta tecnología avanzada? Lo interesante es que sí, podría existir una tercera vía para evitar, no sólo esa dramática imagen de montañas de residuos electrónicos con enorme potencial contaminante, sino también la pérdida insensata de materias primas fundamentales para la economía, debido a los deficientes sistemas de recuperación y reciclado de estos desechos.
La mitad del cobre producido, por ejemplo, se tira al vertedero ahora mismo y eso resulta difícil de digerir para sectores de rápido crecimiento, como la inteligencia artificial (IA), los centros de datos, las tecnologías de energía limpia y los vehículos eléctricos, cuya demanda podría incrementarse en un 50% hasta 2040. Solo el 7,3% de las necesidades actuales de materias primas críticas de la UE se satisfacen mediante reciclaje de residuos.
En última instancia, además de los motivos de eficiencia, hay que considerar también la erosión de la confianza de los usuarios en los fabricantes, de cuya caprichosa estrategia comercial va a depender que un dispositivo de moda quede inservible demasiado pronto. La cultura de la reparación, tan en auge en Europa, sigue esa misma senda.
Los investigadores Conner Bradley y David Barrera, de la Carleton University de Canadá, se formulan en un paper la pregunta clave: “¿Los dispositivos de IoT no pueden diseñarse y fabricarse para durar tanto como sus homólogos analógicos? En otras palabras, ¿es siquiera posible diseñar un dispositivo IoT que permanezca en funcionamiento y sea útil durante más de 25 años?”
Su conclusión tras “un vistazo rápido al interior de algunos dispositivos IoT disponibles comercialmente” es que la parte física (el hardware), el conjunto de piezas que los conforma, “generalmente cumple con los requisitos de durabilidad”.
En cuanto a la programación informática (el software), el asunto es de risa. Hay empresas que usan todavía sistemas de control de maquinaria implantados en los años 70. Una me comentaba que el último que sabía programarlos en su planta se jubiló hace 15 años, y seguían funcionando a la perfección. Electrodomésticos y productos electrónicos han utilizado sistemas integrados durante varias décadas, mucho antes de la revolución del IoT.
El problema real surge, de hecho, advierten Bradley y Barrera, al desarrollar software de larga duración para un dispositivo conectado a internet. ¡Es la red lo que rompe la baraja! Si un dispositivo requiere conexión a internet, inevitablemente dejará de funcionar o se volverá vulnerable con el tiempo. Seguirá contribuyendo directamente, en fin, a la crisis global de residuos electrónicos.
La propuesta de los investigadores de Carleton es que el fabricante de origen del dispositivo abandone el desarrollo del software y deje las actualizaciones y los parches de seguridad en manos de otro proveedor de confianza.
Se me ocurre un motivo de interés general para tomarse bastante en serio el asunto. Como se ha podido ver en el evento de AMETIC en Santander, alguien en nuestro sector público ha descubierto que una vía estupenda para unir el gancho de la digitalización, con la financiación local y los fondos europeos, podría ser resucitar el sueño de las ciudades inteligentes (smart cities). Sólo falta un elemento esencial, los datos, pero eso no parece importar demasiado.
Una gestión con voluntad de permanencia debería hacer posible que las inversiones que se hagan hoy con el aluvión de fondos europeos sean sostenibles en el tiempo, y eso incluye una solución al problema de los dispositivos desechables de IoT. Lo que se compre hoy, si no dura, tendrá que volverse a pagar dentro de 5-7 años. Se trata de conectar con inteligencia.
