Es verano. Todo huele a sol, a sal, a arena y a crema solar. El aire rezuma luz, silabea vacaciones y se viste de días largos por descifrar en los que las chicharras interpretan su propia música mientras los DJ se baten en duelo entre discotecas y beach clubs. Las noches tropicales se visten de luces, los barcos a lo lejos hacen crepitar al mar en calma y las copas se rozan, blandiendo hierbas ibicencas con hielo, entre manos tiernas y abrazos que saben a reencuentros.
Es verano y la piscina baila convirtiendo su agua en una danza azul, reflejo de las apariencias que todo lo cubren, ocultan o embellecen, aunque en su interior solo nade la nada. El Mediterráneo, al otro lado, se llena de cuerpos sedientos de vida. Me sumerjo en él desde una roca y soy más consciente que nunca de la suerte que tengo de poder beberme la vida cada día y de contar con un cuerpo robusto, capaz de perderse durante horas entre sus olas hasta arrugarse como cuando era niña.
En Ibiza, julio y agosto bullen. A diferencia del resto de ciudades que se retraen y vacían, nuestra isla se llena ahora de soñadores, de locos, de amantes y de cuerdos que llevan todo el año esperando para respirar sus costas y sus higueras. Al otro lado del charco, con resignación estoica se quedan muchas familias, demasiadas. Son las mismas que antes nos escogían para descansar y crear nuevos recuerdos. Las que, generación tras generación, construían castillos y compartían sardinas con ensalada y tinto de verano. Hoy no pueden permitirse sus plazas, tan caras que son casi obscenas e inaccesibles, y se limitan a mirar con tristeza las cuentas de Instagram de famosos, influencers y pelagatos que cuentan un cuento que dista mucho de los de nuestra infancia.
Los de aquí tenemos que pagar este peaje y asumir que este es el precio de vivir en el paraíso; la moneda de oro que poner en los ojos como pago al barquero si queremos cruzar al otro lado de este río. Y, aun así, este es el verano en el que me he vuelto a enamorar sin remedio de mi hogar, de mi isla, aunque para ello tire de pareo y de aceitunas en lata para zamparme todos los libros que pueda desde cualquier orilla apartada. Porque, en Ibiza, leer bajo el sol es uno de los placeres más íntimos y serenos que conozco y el verdadero lujo está en el silencio de la persona que te acompaña. Una comunión casi mística que solo es comparable con respirar juntos un atardecer en Sant Antoni o perder la mirada entre los secretos de Es Vedrà (a pesar de todo y de todos).
Este es el verano en el que he recuperado el olfato de lo hermoso y en el que he paladeado el mejor de los vinos desentrañando las murallas de Dalt Vila. Este es el mes en el que he buceado hasta perder la noción del tiempo en Cala Xarraca, en Ses Salines o en Es Canar, y en el que he cenado en jardines silenciosos de la delicada y plácida Santa Eulària. Esos son mis tesoros cotidianos, los que explican cada porqué y los que visten mis fines de semana. Porque, no lo olviden, aquí, los autóctonos de cuna o de alma, trabajamos y debemos hacer malabarismos entre visitas, obligaciones y compromisos.
Cada semana gotean amigos que nos obligan a recordar cómo y dónde caímos rendidos ante cada una de sus calles y de sus calas. Gracias a ellos he vuelto a entenderlo todo y me he vestido de afortunada. Aunque, como ellos, nos dejemos los ahorros y hagamos equilibrios para verlos, al final del día una sonrisa plena nos viste la cara y un color canela nos susurra al oído: que nos quiten lo “bailao”.
Mientras escribo estas letras jugosas, un grupo de turistas arrastra sillas, gritos y decadencia a su paso. Hacen un gesto soez al camarero, como si fuesen seres de otra época, vestidas de amas y señoras de la ordinariez y de la falsa opulencia. Yo, desde aquí les dedico un mohín ante esa otra cara de la moneda, la de los voraces sin luz que no respetan, cuidan ni entienden la letra de esta isla convertida en verso. Respiro. Me calzo los cascos con una canción redonda y retomo mi libro. No lo vais a lograr, nada podrá empañar este aroma, esta nueva energía ni este verano que ha venido para quedarse, para calentarme el alma y para recordarme que los lugares y los momentos hermosos los crean las personas. Esta sigue siendo mi isla, hoy más que nunca. La atalaya desde la que los sueños se cumplen y donde los deseos, por fin, encuentran su camino.
