La añorada Matilde Torres, una de las grandes protagonistas de la historia del turismo español, que fuera fundadora y directora general del legendario touroperador Catai Tours
(integrado hoy en el gigante turístico Ávoris), señalaba –a mediados de la primera década del siglo XXI– una verdad tan incontestable entonces como ahora: “Los hoteles de costa son las fábricas de nuestro país”. En aquellos años, la crisis bancaria sacudía a Occidente, y España, firmemente situada en el podio de destinos turísticos, recibía entre 55 y 59 millones de turistas; casi dos décadas más tarde, y cabalgando sobre otras crisis y sus derivadas de no menor importancia (el Brexit, la pandemia, las guerras de Ucrania y Oriente Medio), nuestro país se apresta a recibir durante este año a nada menos que cien
millones de turistas internacionales –según cifras manejadas por Exceltur y otros estudios–, que dejarán unos 113.200 millones de euros, un 5’7% más que en 2024, y que, junto al gasto previsto de los turistas españoles (84.900 millones de euros), harán crecer al PIB turístico por encima del 4%, superando el crecimiento general de la economía española. La actividad turística permea prácticamente toda la economía, desde la hostelería y hospitalidad al comercio, el transporte, la cultura, el sector inmobiliario, los servicios digitales and so on (y además genera tres millones de puestos de trabajo). Datos que certifican al turismo como la industria más importante de España y que impulsan, sobre todo, los turistas internacionales, cuya pasión y fidelidad por nuestro país –líder en planta hotelera, oferta cultural y gastronómica o infraestructuras–, conviertiéndonos en el segundo destino más visitado del mundo.
Pasión y fidelidad que son como velas a las que sopla el viento generado por las administraciones. Más allá del sempiterno y justificado debate del papel que deben desempeñar –por acción u omisión– los diferentes estratos del sector público, las administraciones han estado, desde el principio, modelando el sector. Detrás de las cifras récord hay una evolución, lenta y en momentos tortuosa, pero siempre apasionante, de cómo nuestro país pasó de ser una curiosidad exótica para aventureros y bohemios a convertirse en la primera industria del país.
La última frontera
Históricamente, los viajeros extranjeros que cruzaban los Pirineos no lo hacían por el placer de viajar. Nuestro país no era parte del Grand Tour (el viaje iniciático de burgueses y
nobles europeos, principalmente ingleses que, a finales del XVIII, recorrían el continente rumbo a Italia y es el antecedente de los viajes organizados), y quienes se aventuraban por
nuestras tierras lo hacían por un sinfín de motivos –profesionales, familiares, diplomáticos, religiosos–, pero no por placer. Empero, se encontraban con un país fascinante, exótico en toda la extensión del término. La gloria imperial estaba ya olvidada y, excepto en el litoral y algunas zonas muy determinadas del interior, el viajero se encontraba vagabundeando por un país de enormes distancias, muy poco habitado, de una belleza natural tan extrema como el clima, y modos y costumbres que, a sus ojos, eran poco menos que bárbaros. Esos
pioneros sembrarían, de vuelta a sus civilizados países, el germen de los tópicos (flamenco, toros, seductores bandidos y majas…) que llenarían el imaginario colectivo de los turistas
que aún estaban por venir.
El gran catalizador del interés por España fuera de nuestras fronteras comenzó tras la Guerra de Independencia, en la que Inglaterra combatió del lado español: de vuelta a casa, los veteranos hicieron bueno el word to mouth y nuestro país caló como destino, si no de viaje, sí al menos de aventura, como lo eran el inexplorado continente americano o la ignota Australia. Andando el siglo, los libros de viaje se popularizaron y despertaron el interés en España: Washington Irving (Cuentos de La Alhambra, 1829), Richard Ford (Manual para viajeros por España, 1845), Alejandro Dumas (De París a Cádiz: impresiones de viaje) o Bizet, con su Carmen, promovieron la pasión por descubrir España, y universalizaron una imagen de nuestro país que, dos siglos más tarde, sigue manteniendo su fuerza icónica en muchos de sus elementos. Con sus crónicas, cuadros o composiciones, estos proto-influencers se convirtieron en los mejores embajadores y comenzaron a demostrar que nada como una buena historia, y su promoción, para despertar las ganas de viajar. Este “turismo romántico” se vio impulsado por el desarrollo del novedoso ferrocarril. Los primeros turistas comenzaron a frecuentar los “balnearios” del norte del país –San Sebastián, Santander– para tomar tratamientos de aguas termales, y
comenzaron a construirse establecimientos hoteleros concebidos para atender a estos “sofisticados” viajeros extranjeros, que también reclamaban rutas, comidas… El turismo, “la industria de los forasteros”, comenzaba a andar con pasos tímidos.
Ya en el cambio de siglo era popular, entre las clases altas europeas y norteamericanas, viajar por el continente para disfrutar de sus atractivos culturales y paisajísticos, pero, a diferencia de nuestros vecinos de Europa occidental, España seguía fuera del radar. Con todo, tanto las administraciones como el sector privado de la época percibieron rápidamente que el interés de los extranjeros se traducía en actividad económica. Desde el
ámbito privado surgieron sociedades y entidades interesadas en dar a conocer el patrimonio, como las diferentes Sociedades de Fomento del Turismo que nacieron por el país; la más famosa de ellas, todavía en la brecha, es la de Mallorca, creada en 1905.
El Siglo de las Luces
La administración entendió que no bastaba con contar con parajes naturales de cuento o un ingente patrimonio monumental: era imprescindible dotar al país de infraestructuras
adecuadas, servicios modernos y, sobre todo, una organización eficiente. Así, se promulgaron normas para regular hospedajes y, en 1905, un decreto del Ministerio de Fomento, siendo ministro el Conde de Romanones, da carta de naturaleza a la Comisión Nacional del Turismo en España, Considerada la primera administración turística del Estado, nació con el objetivo de fomentar el turismo, especialmente el extranjero, enfocándose en las “excursiones artísticas y de recreo”, y de dar a conocer el patrimonio cultural, artístico y paisajístico de España al público extranjero. En 1908, con motivo de la
Exposición Hispano-Francesa, se celebra en Zaragoza el Primer Congreso del Turismo Español, que tendría una gran difusión en la prensa de la época, tanto nacional como extranjera, que comenzara a describir España como un “paraíso para los turistas”. En 1909 se promulgó la Real Orden Circular, que decretaba cómo debían de regirse los alojamientos o los guías turísticos, y en 1911, en sustitución de la Comisión Nacional de
Turismo, nacería una institución con mayor ambición y proyección: la Comisaría Regia del Turismo.
Esta nueva entidad se propuso un doble objetivo: por un lado, promover España como destino turístico entre viajeros nacionales y extranjeros; por otro, preservar y poner en valor el vasto legado artístico, monumental y paisajístico del país. Su director fue
el marqués de la Vega Inclán, Benigno de la Vega Inclán, el primer gran nombre del turismo en España, que impulsó iniciativas tan destacables como la creación de la Casa y Museo del Greco en Toledo, la Casa Cervantes de Valladolid o el Museo Romántico de Madrid, la restauración de La Alhambra, y, sobre todo, la creación de los Paradores de Turismo, una iniciativa pionera en la época, por la que un Estado se convertía en empresario turístico, y que proponía la adecuación de mesones ya existentes y otros
edificios de gran valor histórico en establecimientos hoteleros, buscando un turismo de calidad vinculado al paisaje, la historia y la cultura.
Pero en 1928, con el final del mandato del marqués de la Vega Inclán, la Comisaría
se disolvió, dando paso al Patronato Nacional del Turismo, que recogía el testigo con un objetivo idéntico: promocionar la imagen de España en el exterior y fomentar el turismo
como herramienta de desarrollo. La creación del Patronato conllevó la de las juntas locales y provinciales de turismo, la imposición de tasas al alojamiento, la creación de escuelas
de turismo, labores de propaganda, fomento de las infraestructuras… Iniciativas, en el fondo, no muy diferentes a las actuales, y que continuarían bajo la Dirección General de Turismo, la institución con que el Gobierno de la II República sustituyó al Patronato.
Tras la Guerra Civil –durante la cual el gobierno nacional creó el Servicio Nacional de Turismo para promover el turismo en las zonas bajo su control (creando y promocionando, incluso, unos folletos de Rutas de la Guerra en España)– acabaría por convertirse en la Dirección General de Turismo.
Sol, ordenación urbana…y bikinis: Spain is different
Pasada la postguerra, el gran punto de inflexión del turismo español llegó en los años del desarrollismo, y tiene fecha y padre: Pedro Zaragoza, alcalde de Benidorm desde 1950 hasta 1967 y que, tal vez sin pretenderlo, se convirtió en todo un adelantado a su tiempo. La leyenda se empeña en pintarle yendo con una Vespa para verse con el dictador Franco para que este permitiera a las turistas escandinavas tomar el sol en bikini en las playas del entonces bucólico –pero atrasado– pueblo pesquero; pero, en realidad, por lo que Zaragoza luchó, y vio antes que nadie, fue la herramienta de progreso y de proyección
de España en el exterior que sería el turismo. Para ello, ya en 1955 capitaneó la estrategia Así será Benidorm, que plasmaba las medidas a implementar –desde la planificación
urbana al uso de recursos naturales– para convertir Benidorm en un polo de turismo. La capacidad de trabajo, fe y talento de Zaragoza dio forma al Benidorm que conocemos actualmente, un modelo de ciudad orientada al turismo cuyo éxito se estudia en escuelas de negocio y que cada año recibe más de 2.800.000 turistas, con un uso racional de los recursos, especialmente el suelo (más de 150 rascacielos pespuntean su perfil urbano gracias al Plan General de Ordenación Urbana de Benidorm, que Zaragoza promulgó en 1955 y ya entonces preveía rascacielos frente al mar, una revolución urbanística sin precedentes en el país).
La apertura del régimen franquista al turismo internacional ya estaba en marcha y, con
el éxito de Benidorm, comenzaron a erigirse por el litoral español otros polos turísticos, urbanizaciones de alto standing muy orientadas al turismo internacional más exclusivo, desarrollos hoteleros, marinas y puertos, complejos de apartamentos… El país ofrecía sol, mar, precios bajos y una cierta libertad (relativa) a turistas del norte de Europa. La costa mediterránea, las islas Baleares y Canarias, y Andalucía se llenaron de hoteles,
urbanizaciones y aeropuertos. Topónimos españoles llenaban los escaparates de las agencias de viaje de Europa, y Puerto Banús, El Terreno o Torremolinos se convirtieron en promesas de felicidad para los viajeros europeos. La década de los sesenta fue la del boom turístico, y las políticas que convertirían a nuestro país en un “país turístico” se afianzaron
con la llegada de Manuel Fraga al frente del Ministerio de Información y Turismo. La campaña Spain is Different convirtió la diferencia cultural española en reclamo. Y funcionó.
Al sol de Miró
En los años 80, ya en democracia, España se propuso renovar su imagen turística. En 1983 se lanza la campaña del Sol de Miró, una apuesta por el arte y el diseño como elementos de
marca. La creación de Turespaña y del Libro Blanco del Turismo (1990) sientan las bases de una estrategia moderna, rompedora: puro talento español. Pero el gran salto de imagen llegaría con los Juegos Olímpico de Barcelona y la Expo de Sevilla en 1992: España se presentaba al mundo como una potencia cultural, moderna y organizada. Es el momento
de la revolución gastronómica y la exploración de nuevos nichos. Con el cambio de siglo, el turismo en España se diversificó. A la oferta tradicional se sumaron nuevas formas de viajar: rutas gastronómicas, turismo enológico, experiencias rurales, hoteles boutique, festivales de música, parques naturales, turismo LGTB…
La cocina española vivió un auge mundial con Ferran Adrià, los hermanos Roca o
Martín Berasategui. La crisis financiera de 2008 supuso un frenazo, pero el sector resistió. Lo mismo ocurrió durante la pandemia de 2020, cuando la actividad se paralizó por completo, pero también sirvió para replantear modelos hacia la sostenibilidad, el turismo
de proximidad y la digitalización. Y, desde entonces, el ritmo no ha parado. La planta hotelera ha experimentado una profunda renovación, el turismo rural y natural ha crecido, la red ferroviaria de alta velocidad se ha convertido en la segunda más extensa del mundo, y a los destinos turísticos tradicionales (Barcelona, Andalucía, Baleares, Canarias, Cataluña) se ha unido en los últimos años Madrid. La capital ha experimentado una transformación silenciosa pero profunda y se ha convertido en una de las ciudades mundiales de moda con una excelente oferta de hoteles de lujo, grandes marcas internacionales, gastronomía
de élite y una potente agenda cultural.
Todo ese camino nos lleva a este 2025: el año en que España puede superar los 100 millones de visitantes. Un hito numérico, sí, pero también simbólico, y alentado desde el primer momento por los actores públicos y privados. Porque más allá de las cifras, el turismo en España ha sido una fuerza de cambio social, económico y territorial. Ha modelado nuestro paisaje, nuestras costumbres y nuestra proyección exterior.
