Hay países que se visitan y hay otros que se viven. Costa Rica pertenece a esa segunda categoría. No es un simple destino en el mapa, es una forma de estar en el mundo. Todo en este pequeño territorio parece estar diseñado para recordar lo esencial: la conexión con la naturaleza, el valor de la comunidad, el bienestar sin prisas. Aquí, donde la expresión “Pura Vida” se convierte en saludo, filosofía y declaración de principios, el viajero descubre que lo importante no siempre es lo urgente, y que lo natural no es una opción, es un compromiso.
El alma de Costa Rica son sus gentes. Los ticos cuidan y entienden su tierra como parte de sí mismos. Su ADN social está impregnado de respeto, hospitalidad y una alegría tranquila que se contagia. Son una sociedad valiosa porque han elegido poner en el centro lo verdaderamente importante: la educación, la salud, la solidaridad, el equilibrio. Desde que abolieron el ejército en 1948, han invertido con decisión en lo que nutre a una nación desde dentro. Y eso se nota. Se nota en las escuelas que florecen en cada rincón del país, en las universidades que impulsan talento, en los servicios públicos que no son un privilegio, sino un derecho.
Costa Rica es un laboratorio de sostenibilidad. Es el primer país tropical del mundo en revertir la deforestación, y hoy más del 58% de su territorio está cubierto por bosques. El 94% de su electricidad procede de fuentes renovables, y ha logrado funcionar con energía limpia más de 300 días consecutivos en varios años recientes. Además, alberga más del 6,5% de la biodiversidad mundial y un 3,5% de la biodiversidad marina, concentrando en menos del 0,03% de la superficie terrestre una riqueza biológica extraordinaria.

Este compromiso ambiental también se extiende al visitante. Costa Rica fue pionera en lanzar campañas como #StopAnimalSelfies para proteger la fauna de prácticas turísticas invasivas. También permite calcular y compensar la huella de carbono del viaje mediante programas de reforestación. Y ha sido el primer país en aplicar el Índice de Progreso Social al turismo, un modelo que pone a las personas y al entorno en el centro de cada decisión. Porque aquí, el turismo no es un fin, sino un medio para proteger lo que se ama y generar desarrollo con propósito.
La diversidad cultural es otro de sus tesoros. Desde las comunidades indígenas —como los Bribri, Cabécar o Boruca— hasta las comunidades afrodescendientes, chinas, italianas, libanesas o judías, Costa Rica ha crecido abrazando lo distinto. Por eso el mestizaje es una de sus grandes riquezas. En sus tradiciones, en su gastronomía, en sus expresiones artísticas y religiosas, late la pluralidad de orígenes que han ido tejiendo una identidad abierta, acogedora, orgullosa de su herencia y curiosa del mundo.
La experiencia de viaje en Costa Rica tiene algo de regreso a lo esencial. No importa si se amanece con el sonido de los monos aulladores en la Península de Osa o contempla un atardecer violeta desde las playas de Sámara. Tampoco si practica surf en Puerto Viejo, medita al pie del volcán Arenal o se deja llevar por los sabores km 0 de un mercado local. En cada rincón hay una invitación al presente, a mirar con otros ojos, a reconectar con el cuerpo, con el entorno, consigo mismo.

La oferta de bienestar es amplia y auténtica. Hay retiros de yoga, ceremonias de cacao y café, baños en aguas termales y masajes con piedras volcánicas. Pero más allá de las actividades, hay una atmósfera que lo envuelve todo: el ritmo pausado, la amabilidad sin esfuerzo, la seguridad de estar en un lugar donde el respeto no necesita normas porque nace del propio tejido social. No es extraño que cinco cantones de la Península de Nicoya sean reconocidos como una de las cinco Zonas Azules del planeta, regiones donde la longevidad es norma y no excepción.
En el corazón del país, San José y el Valle Central combinan el pulso urbano con la cultura viva. Museos, mercados, barrios creativos como Escalante o experiencias en la naturaleza como el descenso del río Pacuare o las caminatas en Turrialba, ofrecen al viajero un equilibrio entre lo humano y lo natural. Al este, el Caribe costarricense despliega su mezcla vibrante de cultura afrocaribeña, playas y ritmos propios en lugares como Cahuita o Puerto Viejo de Talamanca. Y hacia el norte, Monteverde y los Parques Nacionales como el Volcán Tenorio o Rincón de la Vieja son ventanas a un mundo que aún respira intacto.
Costa Rica es también una promesa cumplida para quienes buscan un turismo transformador. El Certificado de Sostenibilidad Turística (CST), impulsado por el Instituto Costarricense de Turismo, reconoce a las empresas por sus buenas prácticas ambientales y sociales. No se trata de consumir menos, sino de vivir mejor. De elegir hospedajes, experiencias y rutas que sumen a la comunidad, que respeten el entorno, que honren la tierra.
Así, viajar a Costa Rica es mucho más que conocer un país: es encontrarse con una forma distinta de habitar el planeta. Es llevarse, además de fotos y recuerdos, una lección de coherencia. Porque cuando el bienestar colectivo, la biodiversidad y la cultura se abrazan, surge un modelo que no solo inspira: también funciona. Un modelo que tiene nombre propio. Y se dice, simplemente, Pura Vida.
