29 de diciembre de 1937. El cielo estaba limpio, pero el aire traía un presentimiento que solo los más viejos en Felidia supieron leer. Desde Cali despegaron entre aplausos tres aeronaves cubanas bautizadas como las carabelas de Colón -La Niña, La Pinta y la Santa María- con un objetivo: conmemorar América. No eran marineros, eran aviadores. No obstante, la niebla de los Andes Colombianos hizo que su ruta hacia el Pacífico se truncase para siempre.
Su destino era Panamá y después Santo Domingo. El fin último, el Faro Colón, una promesa de mármol que se alzaría en su honor. Sin embargo, los Farallones no entienden de homenajes. Son muros de verde y viento que castigan al soberbio y sepultan al confiado. La Santa María giró primero. Silencio. Poco después, el eco de un estruendo partió la montaña en tres. La Pinta y La Niña la siguieron.
Una avioneta tras otra cayó en picado, envueltas en metal, fuego y nombres olvidados. Los campesinos de la zona subieron a pie al monte, guiados por la columna de humo. Allí estaban los cuerpos yacentes y, dicen, una estampita intacta de la Virgen de la Caridad del Cobre. Ahí se forjó la leyenda.
Décadas después, los nombres de las tres carabelas resucitaron en una escultura que apunta al Pacífico. Tres siluetas metálicas suspendidas en el aire como un segundo previo al impacto que perviven entre el verde paisaje que rodea la zona.
Por suerte, esta historia se transformó en leyenda y la aviación ha cambiado mucho desde entonces. Tanto es así que los aviones comerciales más avanzados del mundo han aterrizado ya en su ruta hacia el Pacífico. Y vía directa desde Madrid. Un ejemplo es el vuelo de World2Fly que cada miércoles y domingo conecta ambos países vía Cali en busca de un complemento a las ya conocidas Bogotá o Medellín. Porque Colombia es amplia y diversa, y Cali, la gran desconocida de la ecuación.
Colombia es el segundo país más biodiverso del mundo, por detrás de Brasil. Por eso moverse por cualquiera de sus espacios es volar alrededor del mundo. Por las laderas que rodean a Cali, por ejemplo, la vida canta con alas de colores. Una música invisible para quienes sólo miran hacia el asfalto, pero quienes madrugan en silencio por los caminos de los Farallones lo saben: aquí, el bosque todavía habla.
Los Farallones de Cali, una muralla de piedra y niebla, son el corazón biológico de la ciudad. En sus entrañas respiran más de 540 especies de aves, desde el tímido quetzal hasta el brillante tángara multicolor, una joya viva que parece pintada minuciosamente. Es uno de los santuarios más ricos del mundo en biodiversidad por metro cuadrado.

El bosque nublado, húmedo y frondoso, es también refugio del puma, el ocelote, monos, serpientes… Los árboles son antiguos y sabios: helechos arborescentes, orquídeas silvestres, musgos que tapizan piedras como una memoria vegetal del tiempo antes del hombre.
Pero más abajo, donde el bosque cede, la historia cambia de color. En el Valle del Cauca, la caña de azúcar cubre el suelo como un océano verde artificial. Es otra forma de vida: homogénea, industrial, funcional. Aquí no cantan los pájaros. Aquí zumba la maquinaria. Y sin embargo, la ciudad vive entre estos dos mundos. Cali es anfibia: un pie en la naturaleza silvestre, otro en el monocultivo voraz. En un mismo día, uno puede ver un tucán cruzando el cielo del sur, y luego pasar junto a un cañaduzal incendiado para cosechar.
Un ejemplo de este contraste se encuentra en la Hacienda Piedechinche, que recoge nombre del pueblo indígena más temido de la región. Pero poco mantiene de estos antiguos pobladores, este parque ecológico entraña en su interior una casa solariega del siglo XVIII que guarda la memoria del azúcar y los árboles que la vieron florecer. Y no son pocos precisamente.
A media hora de la ciudad, entre El Cerrito y Palmira, el recorrido empieza por los corredores frescos, con piso de ladrillo y columnas de guadua, donde el tiempo se detiene. En su exterior, historia vegetal con más de 13.000 árboles reforestados del bosque y 118.000 especies.
Más de 13.000 árboles reforestados del bosque y 118.000 especies pueden encontrarse en Piedechinche
Hay samánes de copa gigantesca que ofrecen sombra como si fueran catedrales naturales. También hay ceibas cuyas raíces se abren como manos protectoras sobre el suelo. Los visitantes caminan entre nogales cafeteros, guayacanes amarillos, y caracolíes, cada uno con un cartel discreto que revela su nombre, su origen, su historia botánica.
La hacienda ha cultivado un verdadero jardín etnobotánico, un mapa viviente de árboles nativos y foráneos que llegaron con los siglos y se quedaron como testigos. Hay ocobos, almendros de tierra caliente, y el discreto búcaro. Más allá, se extienden los inmensos jardines de la caña.
Al fondo, las aguas del Cañón de Chivite, que da agua a la hacienda, dan un respiro al paisaje. Las aves la sobrevuelan sin prisa: mirlas, azulejos, barranqueros. El silencio, si uno se atreve a prestarle oído, está lleno de zumbidos, chasquidos, trinos y hojas que se rozan.
Piedechinche no solo enseña cómo se extraía el azúcar, sino cómo crece la vida cuando se le deja espacio. Cada árbol tiene función y memoria. Algunos daban sombra a los trabajadores, otros medicina, otros simplemente compañía.
Precisamente sobre compañía, sobre relaciones, sobre el amor, existe una hacienda ubicada en una ladera suave del Valle del Cauca que narra otra historia paralizada por el paso del tiempo. En concreto, la Hacienda El Paraíso, el espacio donde Jorge Isaacs ambientó María, una de las obras cumbre del romanticismo latinoamericano publicada en 1867.
En su interior, el cuarto donde agonizó María, el oratorio, la ‘piedra’ en el jardín donde la novela romántica sostuvo el beso por primera vez. Y todo rodeado de rosales, de vegetación, del verde que impregna la región y que nos anima a caminar dentro de un capítulo eterno.
Ambas haciendas están ubicadas en las cordilleras bajas, a los pies de las montañas, en El Cerrito. Pero no es el único enclave natural de la zona. Porque si por algo destaca esta área el suroeste colombiano es por ser un enclave idóneo para los amantes de la naturaleza y de los deportes al aire libre.
Esta zona destaca por ser un enclave idóneo para los amantes de la naturaleza y de los deportes al aire libre
Sin ir más lejos, cada año, los alrededores de Cali acogen campeonatos de parapente, ala delta y otros deportes de aventura. El viento del valle es generoso: cálido, predecible, con térmicas que elevan a los pilotos como hojas livianas. Desde el aire, se ve el contraste más brutal del Valle: el tapiz perfecto de la caña de azúcar, inmutable, y la selva viva de los Farallones, caótica y resistente.

El parapente en Cali no es solo deporte: es una manera de mirar el territorio. Desde el aire se comprende la escala del monocultivo, pero también se aprecia la persistencia de los relictos verdes. Se ven humedales escondidos, corredores de aves, y también el humo de los cañaduzales quemados.
Allí, en las alturas, conviven los pumas, los monos aulladores, y los deportistas que vuelan, como si fueran aves nuevas buscando entender el terreno que habitamos. Junto a ellos, en la distancia, Cristo Rey, el monumento que abraza a la ciudad desde las alturas. Una obra faraónica de 26 metros de altura que vigila la ciudad y los cerros de la zona en competencia directa con la Virgen de los Andes. Dos espacios, dos símbolos que escalan más allá de la religiosidad que se les presupone, para convertirse en rutas, senderos que a diario reciben a los habitantes más deportistas y a los turistas que visitan la zona entre acordes de salsa caleña.
Porque si algo no ha dejado de latir en Cali es la música. Cada agosto, el mundo entero baja del aire y pisa fuerte sobre la pista en el Festival Mundial de Salsa. Cali se corona, no solo como capital biológica, sino como capital planetaria del movimiento. Llegan bailarines de Japón, Francia, Sudáfrica. De todo el mundo. Vienen a rendirse ante una cadencia caleña que mezcla calle, tradición, técnica, pasos extremadamente veloces y alma. Mucha alma.
Y así, en Cali, todo está vivo. Desde la copa de un guayacán en flor hasta la cadera de una bailarina que desafía el tiempo y que combina su trabajo por las mañanas y sus espectáculos en el reconocido Show Delirio el último viernes de cada mes. La ciudad es una danza de biodiversidad, una coreografía entre selva, viento y trompetas. Y quien la conoce, lo sabe: aquí no basta con mirar. Hay que escuchar, hay que volar, y, sobre todo, hay que moverse. Y viajar. Cómo no. Sobre todo viajar.
