Obituario

Leo Beenhakker y el tiempo hecho humo

Leo Beenhakker. Fuente: Wikimedia Commons.

“Si pudiera / a la tienda de los sueños ir a comprar (…) y allí vendieran / billetes para el tren de otra oportunidad”, cantaban Los Suaves. Leo Beenhakker (fallecido ayer, 10 de abril, a los 82 años) siempre será recordado como uno de los mejores entrenadores que han pasado por el Santiago Bernabéu.

Al timón de una de las camadas más talentosas que haya eclosionado en la cantera madridista, la llamada Quinta del Buitre (Míchel, Butragueño, Sanchís, Martín Vázquez…), no solo ganó tres Ligas, sino que lo hizo con un fútbol espectacular, muy ofensivo, divertidísimo de ver, herencia de aquella Naranja Mecánica del 74 que crease su compatriota Rinus Míchels, a quien siempre consideró su maestro táctico.

Le acompañaba además un semblante serio, reflexivo, elegante y educado en sus apariciones ante los medios, con ese aire de modernidad europea que tanto seducía a Ramón Mendoza, presidente por entonces de la entidad blanca.

Sin embargo, para el aficionado madridista –de forma posiblemente tan injusta como caprichosa–, el nombre de Leo Beenhakker siempre irá asociado en la memoria a dos de las espinas más amargamente clavadas en aquel Real Madrid de ensueño (que llegó a encadenar 34 partidos invicto), claveteadas con dolor en el costado.

La primera ocurrió precisamente en Holanda, su tierra natal, en la temporada 1987-88, cuando el Real Madrid cayó eliminado ante el PSV Eindhoven en la Copa de Europa a pesar de no perder ninguno de los dos partidos (lo hizo por el valor doble del gol encajado en Chamartín), cuando era el máximo favorito para ganar dicha competición.

Aquella fue una decepción de dimensiones bíblicas, un partido innombrable que llegaría a ser un verdadero trauma para toda una generación (la cual no se resarciría del disgusto hasta que el gol de MIjatovic rompiera la maldición de la Séptima una década más tarde).

La segunda cornada ocurrió en Tenerife (otro nombre que suena a Waterloo para el madridismo), en el olímpico año de 1992, cuando el Madrid perdió en media hora de caos y despiste una Liga que tenía ya ganada y que voló a Barcelona entre las ondas de los transistores.

En ambos casos, Leo Beenhakker encajó el golpe estoicamente junto al banquillo, aunque echando humo (literalmente). Fumador empedernido, su estampa siempre será asociada a las volutas blancas que exhalaban sus pulmones de forma casi continúa. A pesar de todos sus triunfos, nunca pudo recuperarse de estas dos derrotas.

“Si pudiera / a la tienda de los sueños ir a comprar (…) y allí vendieran / billetes para el tren de otra oportunidad”, cantaban Los Suaves. Quién sabe cuántas veces soñó Beenhakker con poder haber regresado a aquellos dos días nefastos y haber cambiar el pasado. Pero el tiempo, por desgracia, ya se había hecho humo.