El Cambridge Dictionary viene a definir las “fake news” como aquellas historias falsas que se nos presentan como noticias y que son divulgadas a través de internet o de otros medios; historias falsas que suelen ser creadas para influir en la opinión pública básicamente sobre cuestiones políticas o como simple “cuento” a modo de broma.
En 2018 la prestigiosa Science Magazine se hacía eco de un estudio en el que se habían recopilado datos de los 12 años de existencia de Twitter, extrayendo tweets relacionados con noticias o presuntas noticias que habían sido a su vez investigadas por diversas agencias y organizaciones independientes de verificación de hechos como PolitiFact y FactCheck entre otras. Llegaron a reunir un conjunto de 126.000 noticias que habían sido compartidas en aquella red social 4,5 millones de veces por más de 3 millones de usuarios.
Tras dicho estudio, se llegó a la conclusión de que, mientras las noticias que habían sido contrastadas como ciertas rara vez llegaban a una media de mil usuarios, las noticias falsas más perniciosas se propagaban con facilidad entre 10.000 personas o más. En el artículo de la Science Magazine se ponía como ejemplo el “Mayweather Tale” o “cuento de Mayweather” la historia que corrió́ como la pólvora, haciendo creer a millones de personas que el boxeador Floyd Mayweather Jr. había donado nada más y nada menos que 200 millones de dólares a la ciudad de Houston tras los destrozos provocados por el Huracán Harvey –ocurrido en agosto de 2018–, noticia que fue posteriormente desmentida por completo.
El caso “coronavirus chino” me llama poderosamente la atención por el alcance mediático y la incidencia que su difusión –entre los medios, no el contagio entre las personas– está provocando a escala mundial en muchos ámbitos. Es posible que el coronavirus sea algo más agresivo que otras afecciones y que no tenga un tratamiento especialmente diseñado para combatirlo. Pero ¿esta enorme repercusión mediática, social y económica está realmente justificada en términos sanitarios?
Según el Informe de Vigilancia de la Gripe en España relativo al período comprendido entre la semana 20 del año 2017 hasta la semana 40 del año 2018, publicado por el Centro Nacional de Epidemiología se indicaba que se habían registrado en España 991 defunciones en casos graves de hospitalizados con gripe. Si esto se sirve “frío” en los medios, podemos pensar que hemos vivido en España una epidemia de gripe letal que se ha llevado la vida de casi 1.000 personas en un menos de un año.
Pero si la anterior información se completa con el dato de que en el 98% de aquellos casos, el paciente presentaba un factor añadido de riesgo de complicaciones, tales como enfermedades cardiovasculares o pulmonares crónicas o diabetes, el panorama ya no se nos antoja tan nefasto y catastrófico.
Si, además, se nos informa de que ese dato –el de los fallecidos en casos de gripe– no es adecuado para cuantificar el impacto de la gripe en la mortalidad de la población, sino que solamente es útil para identificar patrones de enfermedad grave, la cosa cambia sustancialmente. Tanto que la alarma en la población no se produce.
Puede decirse que el tratamiento que las redes sociales y los medios tradicionales de comunicación han dado y están dando al coronavirus, han dado lugar a una “mutación” virtual del fenómeno que llamamos –y que ya hemos definido– de las fake news.
La tergiversación, deliberada o por ignorancia, de los efectos de esta dichosa afección vírica está generando en la opinión pública un estado de alerta tal, que se han producido cambios en masa en la toma de decisiones personales, empresariales, económicas, etc. –de desplazamiento, de alojamiento, de compra, de paralización de decisiones comerciales y de producción, etc.–, cambios, todos ellos, de un impacto y una repercusión social y económica de consecuencias de gran magnitud y de muy difícil cuantificación.
Con relación a esta afección vírica, el Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad señala en su informe de “Preguntas y Respuestas” del pasado 31 de enero, que, según los datos disponibles hasta el momento, hay transmisión de persona a persona aunque la enfermedad parece ser poco contagiosa y que los casos más graves, generalmente ocurren en personas ancianas o que padecen alguna otra enfermedad como por ejemplo, del corazón, del pulmón o problemas de inmunidad. No parece que la cosa vaya más allá de uno de tantos nuevos grupos de virus y su consiguiente brote epidémico que, si bien, naturalmente, debe ser conocido, tratado y prevenido, no parece que vaya a acabar con la especie humana.
Es cierto que la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha declarado la “emergencia sanitaria mundial”, pero como la propia OMS se ha cuidado de indicar, China, país de origen de este mediático brote vírico, está haciendo un trabajo de contención y está adoptando unas medidas de seguridad que van más allá de lo normal y de lo exigible un caso como este; y que la razón de la declaración de dicha emergencia internacional no es otra que la de ayudar, si fuera necesario, a aquellos países a los que pueda llegar el foco que cuenten con sistemas sanitarios más precarios que en China. En este punto sería bueno hacer un alto y preguntarse, entonces: ¿Por qué tanta alarma? ¿Cui bono (a quién beneficia) todo este alboroto? ¿Qué está fallando en la comunicación del caso?
Está claro que la sobreactuación del gobierno chino no ha contribuido a la calma. Quizás se haya debido al típico proceder paternalista de un régimen aún comunista, quizás sea por las ganas irrefrenables del gigante asiático de demostrar su capacidad de organización para combatir cualquier tipo de amenaza como potencia mundial en franca expansión, o puede que para demostrar que su tecnología y su ciencia se encuentran ya entre las más avanzadas del mundo, como forma de enaltecimiento de su reputación como nuevo estado del bienestar. O quizás el virus no ha sido más que el pretexto para la realización de un experimento a escala mundial, a modo de prueba del grado de afectación al consumo y la economía, China y mundial, de un súbito frenazo en el movimiento de millones de sus súbditos, sí, súbditos, hacia el exterior.
Personalmente me decanto por esta última idea, posiblemente imbuido, sin quererlo, en una cierta teoría de la conspiración; y posiblemente esté contribuyendo, también sin quererlo, a la generación de una fake news. Pero tampoco es descartable como hipótesis digna de estudio en los próximos meses, una vez haya bajado el suflé.
Lo cierto es que, en cualquier caso, el exceso de información, o, mejor dicho, el exceso de píldoras de información –a la manera de “tweets” podría decirse– que nos llega de forma indiscriminada, masiva y compulsiva por innumerables canales, nos abruma y nos afecta, ya no solo en la esfera de la ideología o de la política, sino incluso en aquello que más temor puede provocar en nuestro fuero interno. La propia salud.
La información, la libertad de información, y libertad de prensa son bastiones sine qua non de una democracia sana y plena. El exceso de información, la información sin un previo ejercicio de contraste y reflexión, una cantidad abrumadora de información sin contrastar, precipitada, incorrecta o directamente sesgada, tergiversada o falsa, supone una puñalada por la espalda a la libertad y a la democracia.
Noam Chomsky dijo en una ocasión que a él, como a Adam Smith –sí, coincide en algo con Adam Smith–, le gustaría que existiera una tendencia a la igualdad, que dicha igualdad pasa por la capacidad de acceder a la información en cada etapa de nuestra existencia y la posibilidad de tomar decisiones fundadas en esa información y que, por lo tanto, un sistema de comunicación democrático debería permitir el acceso masivo de la población, pero, al mismo tiempo, debería reflejar tanto el interés público como los valores reales de integridad, verdad y discernimiento. Parece que, ganado el acceso a la información por la inmensa mayoría de la población mundial, la batalla se libra en términos de cantidad y de calidad.
Nada nuevo bajo el sol, en realidad. Una de las dos frases inscritas por los antiguos griegos en los muros del centro religioso del mundo helénico, el Oráculo de Delfos, era “nada en exceso”, frase atribuida a Solón de Atenas una de cuyas máximas decía “nada en exceso, todo con medida”. La otra inscripción dice “conócete a ti mismo”.