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¿Quién es Lisa Fonssagrives, primera supermodelo y amor platónico de Irving Penn?

Crear estilo, influir con él en los demás y alcanzar el éxito no es patrimonio de todas las modelos que desarrollan su profesión sobre una pasarela, pero en el caso de esta bailarina sueca sí, convertida en la primera supermodelo de la historia, sí lo fue. A su mito también contribuyó Irving Penn, su marido.

Lisa Fonssagrives, fotografiada por Irving Penn.

«Mujeres delgadas, esqueléticas y muertas de hambre» decía el fotógrafo estadounidense Irving Penn (Nueva Jersey, 1917 – Nueva York, 2009) que estaba cansado de retratar. Rostros sin gracia, apagados, homónimos unos a otros, pasando sin descanso por delante del objetivo. Porque decir ‘posar’ es una palabra mayor. Al menos, para este fotógrafo que comenzó su carrera asistiendo en Harper’s Bazaar al diseñador gráfico Alexéi Brodóvich y que evolucionó, ya en solitario, a la fotografía de anuncios escritos a mano, oficios a pie de calle, bodegones, moda y retratos, por este orden.

Todo aquello que no tuviera el aura que él necesitara para brillar quedaba relegado en un cajón o anulado, hasta el punto de volver a repetir el trabajo o buscar una nueva fuente de inspiración. Y algo parecido fue lo que le ocurrió con Lisa Fonssagrives (Gotemburgo, 1911 – Nueva York, 1992). Sueca de nacimiento y bailarina de profesión, mantuvo con Penn una historia de amor que hoy coparía titulares en las cabeceras. Primero se gustaron, las circunstancias hicieron imposible su amor, ella marcó el trabajo de él en la distancia y cuando volvieron a verse la vida les quiso juntos para siempre.

El amor todo lo puede: palabra de Irving Penn

Lisa e Irving se conocieron en una sesión fotográfica con 12 modelos, en concreto, las más fotografiadas en Estados Unidos. Él hacía la foto y ella posaba. Porque Fonssagrives –a diferencia de esas «mujeres delgadas, esqueléticas y. muertas de hambre», que sólo pasaban por delante del objetivo– sí posaba.

Desesperado por los caprichos, gustos y preferencias de 12 mujeres acostumbradas a darle a la cámara su mejor versión, sólo una de ellas desafió sus claras indicaciones para el momento del disparo: cuando Penn dijera «ya», todas mirarían al objetivo. Una de ellas apartó la mirada en el momento del disparo.

La foto se hizo y el resultado superó las expectativas de Penn sobre la instantánea, ya que Lisa Fonssagrives quedó retratada como lo que era: la más valiosa supermodelo de todas las reunidas en este set. Su pose, juguetona y desafiante con el fotógrafo y superior con el resto de compañeras, cautivó al artista. Ella no era como las demás.

Y no es que lo dijera Penn, que a partir de ese preciso instante la que sería su musa cambió su trabajo para siempre, es que mientras Lisa cobraba 40 dólares la hora, sus compañeras de profesión lo hacían por 10 y 20 dólares; y mientras la carrera de la mayoría de las modelos terminaba antes de los 30 años, la suya se alargó hasta los 40. Su excelencia no tenía ningún misterio, se evidenciaba a simple vista, pero ninguna otra fue capaz de imitar su técnica. Lisa no posaba, bailaba. Sus poses recordaban a las de una bailarina sobre el escenario; a esos pasos que daba durante su etapa dedicada por completo al ballet. Y llevó esa precisión, casi escorzos, a los estudios de fotografía por los que pasó, que sumaron unos cuantos desde que se puso delante de la cámara por primera vez, en 1930, hasta su retirada, en los años 50.

Prueba de esos ‘bailes’ son algunos de los retratos que Irving Penn capturó de ella a lo largo de las veces que posó para él. Algunos de ellos, exhibidos en la retrospectiva Irving Penn Centennial, realizada por The Metropolitan Museum of Art, en colaboración con The Irving Penn Foundation, y expuesta en Fundación MOP, A Coruña, su última parada (clausura el 1 de mayo de 2025) tras pasar por ParísBerlínSão Paulo y San Francisco. En este espacio dedicado a la obra del artista, centrado principalmente en cultivar la fugacidad de la condición humana durante más de 60 años de trabajo, Lisa tuvo un especial protagonismo. No sólo por su belleza indiscutible, sino por su peso en la obra de Penn. De ella se enamoró nada más verla en una sesión fotográfica, pero la imposibilidad de materializar su amor platónico hizo que el fotógrafo diera paso a un nuevo capítulo en su obra, hoy aclamada.

Lisa Fonssagrives estaba casada con el también fotógrafo Fernand Fonssagrives cuando coincidió con Irving Penn. La atracción fue mutua, pero los límites estaban definidos: ella no estaba soltera. Ambos respetaron esos límites, pero Penn fue más allá haciendo algo con ellos. Con el objetivo en mente de olvidarse de Lisa, dejó de fotografiar cuerpos que le recordaran al de su musa, símbolo del canon de belleza. Así abrió una nueva etapa, fructífera en reconocimiento, en su obra. Fue la etapa de los desnudos de Penn. Y, aunque la inició en 1947, dos años más tarde fue cuando le dio este enfoque más audaz, ya alejado del puritanismo y de las directrices que marcaba la moda.

A partir de ese momento, los cuerpos más comunes, naturales, cercanos a los de la gente de a pie, con irregularidades e imperfecciones, fueron el foco de su obra. La intención era alejarse mentalmente de Lisa. Algo que consiguió a la vez que su nuevo interés artístico le reportó influencia, interés y prestigio, consolidando su reputación en la industria. De esta manera la fugacidad de la condición humana quedaba perfectamente retratada. Sin embargo, el vínculo entre ambos no terminó ahí. Años más tarde volvieron a coincidir. Con una Lisa ya divorciada, contrajeron matrimonio en 1950 y dieron la bienvenida a su único hijo en común, Tom Penn, el segundo para ella, ya que con su primer marido tuvo a Mia Fonssagrives.

Lisa Fonssagrives. Retrato de Irving Penn.

Lisa Fonssagrives: un cisne blanco para la cámara

Su carrera fue meteórica desde que su rostro se convirtió en el deseo de los mejores fotógrafos de la época. Horst P. Horst, Richard Avedon, Louise Dahl-Wolfe, Lillian Bassman, George Platt Lynes y, por supuesto, Fernand Fonssagrives e Irving Penn, contribuyeron al mito de Lisa con retratos. Más de 200 portadas para Vogue acumuló el historial de la modelo, quien bien podría definirse como un cisne blanco para la cámara.

Que su belleza fuera tan espléndida que hasta Irving Penn tuviera que retratar a sus opuestas para no caer en la tentación, dice ya mucho de lo que Fonssagrives fue para la cámara. El flash sintió predilección por ella durante sus años en activo. Todos los fotógrafos del momento querían tenerla delante de su objetivo. Cada uno a su manera, los artistas consiguieron sacar el lado más distintivo de esta mujer, que lo tenía, puesto que al no venir del mundo del modelaje, su actitud era muy diferente al de sus compañeras.

Corría el año 1939 cuando Erwin Blumenfeld disparó su mejor instantánea. Fue en lo alto de la torre Eiffel, a una modelo enfundada en un vestido de volúmenes desorbitados, diseño de Lucien Lelong, cuya mirada estaba dirigida al Grand Palais y al Sena. Si la fotografía pasó por vía directa a la historia de las mejores fotografías de moda no fue por el vestido tan espectacular, tampoco por el expertise del fotógrafo ni por la exquisita localización. Fue por la modelo. Fue por Lisa Fonssagrives, la modelo que aportó todo lo que era, o lo que no era, al momento: una intrusa en la profesión que no compartía con sus compañeras ni la rigidez ni la frialdad que exigía el cliché de la profesión por aquel entonces. Aportó frescura, la naturalidad de la inexperiencia, sonrisas y risas nerviosas, y la característica que acompañó a la famosa durante todos sus posados, la picardía.

Fue esa picardía y la intuición de saberse apta para este oficio las dos razones que llevaron a la bailarina a dejar de lado su trabajo para poner en marcha una carrera en la moda. Esto lo intuyó en 1933 cuando posó ante la caja negra de su primer marido. Alguien que, por cierto, fue bailarín antes que fotógrafo y pudo crear con ella una complicidad que acabó demostrándose en el resultados de aquellas instantáneas. Así, Lisa llegó a las portadas de las revistas más prestigiosas y se mantuvo como musa de su marido durante más de 15 años. Entró en el mundo de la moda por la puerta grande y se mantuvo con la etiqueta más deseada, la de ser la primera supermodelo de la historia, antes, incluso, de popularizarse el término. Era extranjera, esbelta, desconocida en el oficio, fina y no posaba, bailaba.

Su carrera despegó rápido y pronto. Proyectada como un meteorito. Sin tiempo para asimilar lo que estaba pasando, pero se mantuvo en el tiempo durante décadas. Hasta llegó a ser portada de The Times en 1948, tan sólo unos años antes de retirarse de las cámaras para dedicarse a una de sus otras actividades predilectas, además del baile y el modelaje: la confección de vestidos de noche y, después, las artes plásticas.

El mito traspasó todos los techos que se le pusieron por encima a esta mujer angulosa, culta y cultivadora de tantas categorías artísticas que competir contra ella se presentaba como una actividad ardua. El mito le sobrevive. Todavía hoy su nombre sigue siendo sinónimo de sofisticación y éxito.

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