En el año 1927, el maestro Manuel Penella escribió un pasodoble inmortal para la gran musa de la copla, doña Concha Piquer, titulado En tierra extraña.
En él, se relataba la celebración navideña de un grupo de compatriotas españoles en la ciudad de los rascacielos (“Fue en Nueva York una Nochebuena / que yo preparé una cena / pa’ invitar a mis paisanos”, arranca la canción).
Lo excepcional del caso es que el festejo tenía lugar durante un periodo histórico, los años 20, en el que aún estaba vigente en Norteamérica la prohibición de la venta de alcohol.
La letra del pasodoble se torna, en ese punto, un tanto peculiar (al menos desde nuestra perspectiva actual) cuando doña Concha introduce un giro de guión inesperado: “Pues aunque allí no beben por la Ley Seca / y sólo al que está enfermo despachan vino / Yo pagué a precio de oro una receta / y compré en la farmacia vino español”.
¿Vino expendido en una farmacia con receta para un enfermo? ¿Pero era eso frecuente en aquellos días? ¿Está acaso basada En tierra extraña en hechos reales? La respuesta es rotunda. Sí.
Las propiedades medicinales del vino son conocidas por el hombre desde tiempo inmemorial. El poeta griego Homero pensaba que beberlo ayudaba a generar sangre en el corazón y algunos textos antiguos afirman que las aguerridas mujeres espartanas bañaban a sus recién nacidos en tinto del Peloponeso (una tradición no carente de sentido, ya que el vino ayudaba a cauterizar el cordón umbilical de los bebés, una zona muy expuesta a las infecciones).
Galeno, que además de cirujano y filósofo, fue médico personal del emperador romano Marco Aurelio durante el siglo segundo de nuestra era, solía administrar vino de la mejor calidad a sus aristocráticos pacientes, porque –como buen heredero de la escuela hipocrática– defendía la teoría de los humores.
Según esta doctrina de la Antigüedad, un tanto ridícula a nuestros ojos actuales, el hombre enfermaba por culpa del desequilibrio (exceso o carencia) de los cuatro humores corporales presentes en el organismo. A saber: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra.
Para sanar el cuerpo, hacía falta restaurar la armonía en su dosis justa y el vino resultaba ser un aliado excelente. Además de limpiar las heridas, una copa de buen tinto servía para aumentar la bilis amarilla y, por el contrario, reducir la flema.
Quizá por ello, en los años en los que se compuso En tierra extraña, no era infrecuente encontrar remedios medicinales en las farmacias españolas elaborados a partir de vinos de mesa, especialmente del tipo generoso o añejo, como Jerez, Málaga, Malvasía o Pedro Ximénez.
Raimundo Fors, en su Tratado de Farmacia Operatoria, publicado en Barcelona en 1841, distinguía con el nombre de “enólicos” a todos estos preparados de rebotica realizados con vino.
Así, en estas apotheke castizas, junto a un sobre de bicarbonato o unas pastillas para la tos, se despachaban productos tan sugerentes como el Vino de Peptona Chapoteau (de origen francés, ideal como “reforzante” para personas anémicas o debilitadas), el Vino Restaurador del Dr. Comabella o el Vino Urando Pesqui (una copa después de comer y otra antes de acostarse).
En la actualidad, se siguen publicando informes científicos que abundan en los innegables beneficios del fruto de la vid. El resveratrol (un compuesto presente en el pellejo de las uvas tintas) retarda el envejecimiento de las células gracias a sus partículas antioxidantes.
También ha sido estudiado su poder antiinflamatorio (especialmente en casos de anginas o faringitis), así como su capacidad fungicida en infecciones causadas por estreptococos u otro tipo de bacterias. Aunque claro, por otro lado, la ingesta de alcohol que acompaña al vino provoca otros perjuicios.
Y es que, como decía Hipócrates, el vino “es cosa maravillosamente apropiada para el hombre, en la salud y en la enfermedad… siempre que se administre con mesura”.
Habíamos dejado a doña Concha camino de la farmacia, con una receta obtenida en el mercado negro, dispuesta a gastarse un dineral por una botella de Rioja, así que cantemos con ella los últimos versos de su inmortal pasodoble. “El vino de nuestra tierra / bebimos en tierra extraña / ¡Qué bien que sabe ese vino / cuando se bebe lejos de España!”.