Opinión Daniel Entrialgo

El barón Bich escribía fino, pero navegaba fatal

“¿Me dejas tu boli un segundo?”. Quien haya trabajado en una oficina sabe que, tras esta aparente inocente pregunta, existe una probabilidad muy alta de que ese bolígrafo fiado se ‘extravíe’ por el camino y no retorne jamás a su legítimo dueño.   

Quizá por ello, nuestros abuelos decían aquello de: “Hay dos cosas que no se prestan jamás al prójimo: la mujer y la pluma estilográfica”. Hoy en día sin embargo, los bolis son tan baratos que se regalan como publicidad en cualquier feria de muestras y se tiran a la basura, mordisqueados, aunque todavía tengan el cargador de tinta por la mitad.

El culpable de este cambio de paradigma se llamaba Marcel Bich (1914-1994) y era un empresario italiano que heredaría de su padre un título nobiliario de barón, aunque escasa fortuna en el banco.

Afincado en Francia, comenzó su carrera de emprendedor con un pequeño taller de portaplumas, estuches, portaminas y otros artículos de papelería (sin demasiado éxito, por cierto).

Sin embargo, su vida (y la de todos nosotros, conviene añadir) cambiaría para siempre cuando su buen olfato le empujó a adquirir la patente de fabricación del invento pergeñado por un ingenioso húngaro llamado László Biró: el bolígrafo. 

En torno a 1950, el barón Bich –tras perfeccionar el prototipo (le añadió el característico tubo de plástico transparente y forma hexagonal, para un mejor agarre de los dedos)– montó una pionera cadena de fabricación en serie, dando a conocer al mundo el modelo Bic Cristal, el primer boli moderno de la historia. 

En principió se planteó el reto de vender 50.000 unidades diarias de su nuevo producto. Una previsiones muy humildes, ya que llegaría a superar el millón de bolígrafos al día en pedidos.

Bich (su apellido se pronunciaba ‘Bic’, como la marca que lo haría multimillonario) era un tipo osado y decidió destinar el 15% del presupuesto global de su compañía a llamativas campañas de publicidad en prensa y televisión, algo que no era demasiado habitual en la época.

Sus anuncios tuvieron tanto éxito que todavía hoy muchos boomers siguen teniendo incrustada en su cerebro reptiliano aquella machacona melodía: “Bic Naranja escribe fino, Bic Cristal escribe normal”.

Tras los bolígrafos, llegarían los mecheros y las maquinillas de afeitar Bic. Siempre bajo la misma premisa de fabricación, productos cotidianos de uso desechable a precios populares (hoy no sería, desde luego, reivindicado dentro del mantra sostenible dominante).

Una vez que se hizo muy muy rico, aburrido quizá, el barón Bich se planteó un nuevo desafío: participar en la Copa de América de Vela (un reto bastante estrafalario, teniendo en cuenta que carecía de conocimiento alguno sobre el arte de la navegación).

En realidad, quería utilizar su participación en esta prueba deportiva como trampolín publicitario de su marca Bic, la cual no era tan conocida comercialmente en el continente americano como en Europa.                    

Sus contables se llevaron las manos a la cabeza, ya que la broma les iba a salir por un pico. 15 millones de francos (una cantidad fabulosa) se gastaría en construir un espléndido velero que, ni corto ni perezoso, inscribió como participante de la Copa de América bajo el nombre de France I.

Su idea original era haberlo llamado directamente Bic, pero descubrió que las normas de la regata, por entonces, prohibían expresamente la utilización de nombres de firmas comerciales (hoy en día, sin embargo, la filosofía de la Copa de America ha cambiado por completo y, en esta última edición, hemos visto surcar las olas a barcos como el Alinghi Red Bull Racing o el Luna Rossa Prada Pirelli).

La primera participación de Bich en la famosa prueba de vela, elitista y exclusiva como pocas, se produjo en 1970. El barón apareció a bordo de su velero vestido con un reluciente uniforme de almirante que olía a novato desde lontananza (su outfit suscitó sonoras risotadas entre los viejos lobos de mar).

Poco después de salir del puerto, se equivocó de ruta y se perdió entre la niebla, mientras los experimentados participantes se preguntaban de dónde había salido semejante “grumetillo de agua dulce”, que diría el capitán Haddock. 

Aunque tuvieron que rescatarlo, tras varios días desaparecido en el océano, al barón acabó por picarle el gusanillo de la navegación y volvió a presentarse a la salida de la Copa de América hasta en tres ocasiones más.

Nunca logró terminar una regata en un puesto digno, pero gracias a su tenacidad y coraje, acabaría por ganarse la simpatía de los aficionados. 

Y lo que es más importante: su nombre se hizo tan popular que los oficinistas americanos también acabarían pidiendo a su compañero de al lado que les dejaran “un momentito” su boli Bic Cristal.