El debate preelectoral entre los principales candidatos a presidir el Gobierno ha arrojado una conclusión previsible: la situación de Cataluña sigue marcando el discurso y el talante de los cinco aspirantes. Entre la izquierda y la derecha constitucionales de nuestro país está presente un preocupante foso en asumir una idea común de Estado que la crisis catalana está profundizando y, lamentablemente, demorando las graves e importantes prioridades de la quinta economía europea.
Pedro Sánchez, como era previsible, fue el más atacado y pasó una buena parte del debate echando balones fuera y tomando notas para eludir las cámaras. Apareció como la víctima de un bloqueo político y apeló a sus habilidades persuasivas para salir de un laberinto presentado como ajeno a su persona, y que, salvo un imprevisible voto del electorado indeciso presumiblemente permanezca más o menos igual de laberíntico el próximo domingo.
El debate ha decepcionado en la falta de novedades, incluso en las disputas dialécticas protagonizadas por Pablo Casado y Albert Rivera, más inspiradas en la descalificación que en la competitividad de ideas o propuestas, cuando de ambos cabía esperar alguna novedad que aportara claridad y ayudara a definir intenciones de voto. El líder del PP lució su nuevo traje de moderación y conciliación con un discurso ambivalente en el que combinó seductores guiños a Albert Rivera con sonoras andanadas, con el abierto propósito de captar a ese electorado que se mueve entre las aguas del PP y de Ciudadanos. Pablo Casado y Albert Rivera se enzarzaron en varias ocasiones con dureza. Como novedad, el líder de Ciudadanos reveló que ahora sí, ahora está dispuesto a desbloquear la formación de un futuro Gobierno sin vetos, a echar “un cable” para la gobernabilidad del país.
Así las cosas, el dirigente de Vox, Santiago Abascal, que debutaba en este tipo de debates, jugó sin ambages a rentabilizar su discurso antiestablishment y a pescar en las aguas revueltas del centro derecha. Abascal, al que las encuestas vaticinan un incremento de escaños, tuvo una intervención cuyas ideas básicas fueron más o menos las esperadas, pero no por ello algunas de ellas causaron menos conmoción. El líder de Vox pudo lanzar sus mensajes con escasas réplicas, incluso con sorprendentes silencios, de los contendientes ante ideas que nunca antes se habían escuchado en debates electorales de esta enjundia, como la de recentralizar el Estado.
Pablo Iglesias, abiertamente obsesionado con conocer las intenciones postelectorales de Sánchez, sigue aferrado con la fe del converso a la Constitución como solución y respuesta a todos los problemas del país. En el terreno económico, sigue siendo fiel a sus extemporáneos orígenes ideológicos propugnando la creación de un banco público y una subida generalizada de impuestos, entre otras cosas para que la banca devuelva el rescate financiero (en realidad, Iglesias debería saber que los 60.000 millones euros prestados por Bruselas se destinaron a rescatar las cajas de ahorro –públicas–, no a los bancos).
El programa económico ha sido el cajón de sastre del debate, blandiendo la política fiscal como la varita mágica que resolverá el problema de pérdida de impulso de la economía española. Pablo Casado anunció una reducción de impuestos que hará aumentar la renta disponible en 700 euros por contribuyente y en unos 3.000 euros a los autónomos. Albert Rivera, en la misma línea, propuso recortes de impuestos como política de defensa de la familia. Pero quizá, el anuncio económico de mayor peso por su impacto positivo –y porque es factible– en los mercados fue el de Pedro Sánchez, que nombrará vicepresidenta económica a Nadia Calviño si sale elegido. Un mensaje que con seguridad sería muy bien recibido en Bruselas y en los círculos empresariales.