Boris Vitvitskiy, un acérrimo seguidor de Trump con nombre de espía soviético, llegó a Nueva York la noche de las elecciones conduciendo un Tesla Cybertruck. Aparcó al lado de la Torre Trump y sacó unos botes de spray para que todo el que quisiera dejara un mensaje o hiciera un grafiti en el coche comercial que más se parece al Batmóvil. Boris estaba en una nube viendo cómo alrededor de su coche se arremolinaban extraños y turistas para dejar un mensaje en la carrocería del vehículo.
“Vengo de Indiana y quería estar en Nueva York la noche de las elecciones para celebrar con todo el mundo la victoria de Trump”, relataba. De vez en cuando, en medio de los festejos, se ponía a promocionar su página personal de nutrición. “La dieta del león es la única solución para estar siempre sano: solo hay que comer carne roja y beber agua”, decía a cualquiera que se detuviera un rato con él. La gente, finalmente, le saludaba, se hacía el último selfie y proseguía su camino por la Quinta Avenida para fotografiar la próxima excentricidad: en este caso un cómico disfrazado de Trump, que dirigía el tráfico de la avenida más famosa del mundo mientras chocaba violentamente la mano de los viandantes y hacía espasmos autoritarios.
Donald Trump había ganado las elecciones en Estados Unidos y Nueva York amanecía con las pilas cargadas, como siempre irrevocable, con su ritmo caótico marcando el paso de la vida.
Delirio en Times Square
Times Square era una coctelera de emociones enfáticas y variadas. Simpatizantes eufóricos de Trump, más o menos ataviados con banderas y gorras de Make America Great Again, se fundían con el paisaje ecléctico del centro de Nueva York.
“Es verdad que pensaba que iba a estar más ajustado”, decía Graham, un neoyorquino que había votado a Biden en 2020 mientras ondeaba una bandera americana, “pero los Demócratas han pecado de arrogancia y cada vez están más alejados de los problemas de la gente de verdad”. Esta afirmación representaba el sentir de los aficionados más reflexivos de Trump: “Los precios se han disparado, las calles cada vez son más inseguras, en el día a día simplemente todo parece más difícil”, argumentaba Rosalind, una empleada de una aseguradora de New Jersey.
Mientras las conversaciones y los festejos se sucedían, los turistas lanzaban fotografías. Las pantallas combinaban información política con toda clase de anuncios comerciales. Una actriz disfrazada de Marilyn Monroe filmaba un comercial. Justo detrás de ella aparecía un hombre que protestaba con una pancarta que decía «Evitemos la III Guerra Mundial«. Se le notaba cansado. Llevaba mucho tiempo recorriendo las calles con el mensaje, pero no cejaba en su empeño de buscar conversación con quien quisiera escucharlo. Como Boris, sí, pero a la inversa. “Llevo aquí desde antes de la votación. Ayer estuve todo el tiempo diciendo que nadie votase a Trump por los riesgos que trae consigo. Hoy, que ya sabemos que será presidente, les pido a todos que no dejemos que nadie pierda la cabeza”. Había algo nihilista en su tono de voz.
Por un momento, Times Square parecía más una escena de un sueño que una porción de la realidad. Una mujer lloraba abrazada a su pareja, un hombre con una bandera y una gorra de Trump. Ella había apoyado a Harris y se consolaba en el hombro de su novio, que había optado por el republicano. Toda una catarsis. “No se preocupen, esta noche volveremos a dormir juntos”, decía a los curiosos y a las cámaras que presenciaban la escena.
Un par de hombres ponían serpientes en el cuello de los turistas para fotografiarlos. Periodistas repasaban las notas y se atusaban el pelo antes de entrar en directo. Bicicletas con carrozas cruzaban las calles al ritmo ensordecedor de Empire State of Mind, de JAY-Z y Alicia Keys. Un grupo de cuatro mujeres trans publicitaban una marca de ropa interior con el lema «Fashion is Freedom» y atendían a algunos redactores dando su visión sobre la reciente victoria del candidato republicano: “No sabemos ahora mismo si es más fuerte nuestra inquietud o más fuerte nuestro dolor”.
La encrucijada de Harlem
En la jornada post-electoral en Harlem todavía se recordaba a Quincy Jones en el Teatro Apollo. La gente entraba y salía con sus coladas de una lavandería de toldo amarillo en el boulevard de Malcolm X. En la esquina, dos amigos jugaban frenéticamente partidas rápidas de ajedrez y no querían ni oír hablar de política.
Muchísimas paredes del barrio tenían murales y propaganda electoral en favor de Harris. En muchos carteles, Kamala compartía espacio con Obama o Martin Luther King. En uno de esos carteles, alguien había pegado sobre la sonrisa de la vicepresidenta una pegatina de Make America Again. Algo así como una metáfora. Y es que, sorprendentemente, pese a ganar claramente el voto de la comunidad negra, Harris no ha podido capitalizar sus orígenes étnicos y ha perdido apoyo respecto a Biden en 2020 en la comunidad. “Por aquí será difícil encontrar a alguien que te reconozca que ha votado a Trump”, comentaba Sondra Buron, una mujer jubilada que esperaba el autobús en el boulevard Frederick Douglass, “yo simplemente no puedo entender que volvamos a tener un presidente que nos trata claramente con ese paternalismo hiriente”.
Be Kind. Be Well. Be Safe. Be Love. Estas frases, diseñadas con neones de colores, marcan la entrada a Harlem en la calle 125, entre Lexington y Park Avenue, donde se encuentra una de las manzanas más decadentes de Nueva York. Pero aquí, poca gente puede ser amable. Poca gente está bien. Y, mucho menos, poca gente está segura. La potente crisis del fentanilo ha tomado estas calles. La escena era tremenda. Personas sin hogar pidiendo un dólar de manera agónica; hombres tendidos en cualquier escorzo, sin manta ni protección; esquinas repletas de basura; miradas desesperadas; policías tensos custodiando las bocas de metro y las esquinas.
Para ellos, el día post-electoral era solo otro día más de dolor. En 2022 las cifras de muertos por la crisis superaron las 100.000 personas en Estados Unidos. Es complicado asumir en su clara dimensión el problema, pero valga esta información como reflejo. Para que las muertes vayan descendiendo, el Gobierno ha tomado la medida radical de inundar espacios públicos con Narcan, un medicamento compuesto de naloxona que cualquier vecino puede administrar a una persona en sobredosis, previa formación de 15 minutos en alguna librería pública.
Para los adictos que viven y mueren en estas calles, aunque su situación ha sido mencionada directa e indirectamente en muchos discursos de campaña, sea para reforzar los mensajes de seguridad, de inmigración o de salud pública, tristemente, importaba muy poco quién hubiera ganado.
Más expectación que shock en Columbia
Muy pocas cuadras al sur, en una realidad diametralmente opuesta, muchos estudiantes de Columbia salían del metro con la prisa habitual para no llegar tarde a sus clases. Robert y Martha desayunaban en un café del alto Broadway antes de empezar las clases. Robert, de Oregón, llevaba un par de años viviendo en Nueva York y era muy crítico con Harris. “Los Demócratas sabían que presentaban una candidata muy floja”. Martha, terminándose el café, discrepaba: “Vista las circunstancias y el tiempo que ha tenido, yo creo que ha dado la cara y ha hecho una campaña muy digna”. Al cabo de un rato, cambiaron de tema y empezaron a quejarse del deadline que había marcado su profesor de Historia Contemporánea.
En un banco de granito al lado del departamento de Ciencia Política, Robert Shapiro, con más de cuatro décadas impartiendo clases en Columbia y exdirector del mismo departamento, intentaba no caer en el dramatismo. “Hemos aprendido que no podemos pensar demasiado a Trump”, reflexionaba hablando con voz muy templada. “Es verdad que tenemos un alto nivel de polarización y de violencia política en la sociedad, pero hemos tenido unas elecciones muy pacíficas y que se han resuelto rápidamente, así que cualquier sombra de insurrección ya sabemos que no ocurrirá”.
En un momento turbulento, la gran pregunta es qué hará ahora Trump con el enorme capital político que le ha dado la sociedad americana. “Cuando he intentado ser optimista con Trump, no he solido tener éxito”, sonreía levemente Shapiro, “lo que es innegable que en su discurso de investidura tiene una gran oportunidad para empezar a unir a los americanos y hacer algo muy diferente de lo que hizo en 2020.” ¿Algo que le inquiete especialmente al profesor? “Sería muy preocupante que Trump, como ha dicho en campaña, amnistiase a los asaltantes del Capitolio que están en la cárcel con sentencias firmes”.
Una performance en Brooklyn
Alguien sin duda obsesionado por la polarización en la política estadounidense es el artista y profesor de Brooklyn Brandon Woolf. Por eso pensó en un performance que concienciara a sus vecinos de lo importante que era volver a escucharse. Durante todo el mes antes de las elecciones se plantó con una vieja máquina de coser Singer enfrente de la Public Brooklyn Library. Todo el que quería podía ir con sus prendas rotas para zurcirlas. “No tenía idea de coser y eso en parte era lo interesante de la experiencia: aprender juntos a hacer una cosa complicada, como lo es reparar nuestra democracia”, explicaba, todavía digiriendo el resultado electoral.
Brandon explicaba que su máquina de coser era como las instituciones en Estados Unidos, “seguramente un poco viejas, un poco anquilosadas, pero que si uno quiere hacerlas funcionar todavía pueden hacer un buen trabajo”, decía con énfasis, para momentos después quedarse pensativo, “aunque ahora no sé si nuestra ropa tiene más agujeros que antes”.
Era noviembre en Nueva York y el termómetro no bajaba de 20 grados. En un edificio al lado de Union Square había un letrero luminoso con una cuenta atrás que marcaba la lucha contra el cambio climático. En Lee Avenue los rabinos conversaban mientras sus tirabuzones se balanceaban. Un grupo de escolares jugaba al béisbol en Central Park. Wall Street subía con fuerza impulsada por la elección de Trump. En el barrio hipster de Nolita los garitos empezaban a llenarse. Nueva York, nada menos, con su ritmo caótico marcando el paso de la vida.
La librería donde Brandon hizo la performance está al lado de Park Slope, el mítico barrio donde vivió y escribió su obra Paul Auster. En sus calles muchos vecinos sacaban a pasear a sus perros y concedían un rictus reflexivo. En una frutería del barrio una mujer de unos cincuenta años seleccionaba las ciruelas con cautela, “dulces para que pase el disgusto”, concedía. Park Slope. Las calles de los intelectuales. De la élite cultural. Las librerías mostraban las novedades literarias y un jugoso programa de recitales y actividades. En cualquier momento parecía que iba a aparecer por ahí Harry Brightman, el cínico personaje de Brooklyn Follies, con un pañuelo en la americana y moviendo la cabeza con desaprobación y elegancia. El ambiente era delicado e hipnótico. La misma casa de ladrillo rojo donde residió Paul Auster parecía una casa encantada.