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De profesión, inventor

Hay memorias que deslizan ciertos detalles, aspectos o vivencias que otorgan a tal relato un brillo que merece ser contado con especial determinación. La vida de René Lacoste es de todo menos corriente. Su nombre (más bien su apellido) es fácil de reconocer, pero su historia no se limita a la del reptil. Lacoste era una mente inquieta que veía el mundo y su entorno de una forma más completa (y mejor) de lo que era. Fue un reputado tenista, uno de los mejores con siete Grand Slam en categoría individual bajo el brazo; pero también el artífice de numerosos inventos que supusieron toda una revolución para la época. “En mi tarjeta de visita debería poner inventor. ¡Llevo inventando toda mi vida!”, decía él.

Nació el 2 de julio de 1904, en París. A diferencia del resto de tenistas de su generación –conocidos como Los Mosqueteros–, él no contaba con un talento natural para la raqueta. Su primer contacto con el tenis fue a los 15 años tras un viaje a Inglaterra para aprender inglés. Desde ese momento, y a base de su rigurosidad y entrega, Lacoste fue forjando una carrera deportiva en la que contó con el asesoramiento de grandes nombres del tenis como Henri Darsonval, Suzanne Lenglen o Alan Muhr. Fue pionero en su época por unir entrenamiento técnico y de gimnasio, y llegó a inventar –con 19 años– la máquina de lanzar bolas que hoy en día se sigue utilizando.

En 1925, René Lacoste es considerado el mejor tenista de su país. Gana el Campeonato Francés y Wimbledon, tanto en la categoría individual como en los títulos de dobles junto a su compañero Jean Borotra. Sin embargo, el gran año de Lacoste fue 1927, cuando su actuación fue decisiva en la tercera final consecutiva para Francia en la Copa Davis. El país galo lograba el primer trofeo en su historia, obligando a Estados Unidos a echar el freno tras alzarse con siete títulos consecutivos. Pero su carrera sufrió un fuerte revés de manera repentina a causa de una bronquitis que le mantuvo retirado durante unos años. En 1932, volvió a las pistas pero no pudo disputar más de cuatro partidos. Su retirada definitiva había llegado, pero a su vínculo con el tenis le quedaba algún capítulo más.

Tras dejar aparcada de manera profesional la raqueta, Lacoste no desconectó de este deporte al convertirse en capitán del equipo francés de la Copa Davis entre 1931 y 1933, además de presidente de la Federación Francesa de Tenis hasta 1942. Pero su verdadero hito fuera de las pistas de tenis fue su relación con la figura del cocodrilo, el suyo, el de Lacoste.

Todo comenzó en 1923, en un viaje a Estados Unidos junto al equipo francés de la Copa Davis en el que el tenista quedó maravillado con una maleta de piel de cocodrilo expuesta en un escaparate. El entrenador le prometió que la maleta sería suya si ganaban y, aunque perdieron, sus compañeros y seguidores le apodaron Le Crocodile (el cocodrilo). El famoso logo surgió en 1928 cuando un amigo de Lacoste le cosió en el bolsillo del pecho de su chaqueta un cocodrilo con la mandíbula abierta y la cola levantada. Las piezas del puzzle ya estaban sobre la mesa, solo quedaba unirlas y dar forma al que sería el mayor triunfo profesional del francés.

La marca Lacoste empezó a tomar forma en 1933 cuando René se unió a André Guillier, uno de los empresarios textiles más importantes de la época que usaba un tejido de punto suave y absorbente que resultaba adecuado para la ropa de deporte. Así, creó una prenda de manga corta con cuello ribete-canalé que sería la primera en pisar las pistas de tenis. Bautizado como la ‘chemise Lacoste’, esta creación tomó el nombre de polo con los años ya que su diseño estaba inspirado en la indumentaria que se usaba para practicar ese deporte. Fue tal la aceptación que obtuvo, que gracias a esta invención la marca comenzó su despegue internacional y el polo de Lacoste sería tomado como ejemplo para otras marcas. Se había colocado la pieza final. El puzzle estaba completo.

El polo Lacoste salió de las pistas de tenis y los campos de golf para empezar a venderse al gran público. El modelo original era de color blanco –único permitido en las canchas de tenis–, pero gradualmente se empezó a teñir de azul marino o rojo, hasta estar disponible en 65 colores.

La multinacional francesa comenzaba su gran crecimiento y en los años 50 ya exportaba el producto. Unos años después el negocio se ampliaba y Lacoste como marca comercializaba gafas, perfumes, relojes y un sinfín de productos que marcaban el rumbo que la firma empezaba a tomar. Un rumbo que no alejaba a la compañía, ni a René Lacoste, de sus orígenes: el tenis. En 1960, el francés volvía a coger la raqueta, pero con el objetivo de perfeccionarla, creando la pastilla antivibración. Tres años después creaba una versión de acero, invento con el que se consiguieron 46 títulos de Grand Slam entre 1966 y 1978, y que popularizaron figuras como Jimmy Connors o Billy Jean King.

Por muchas personalidades que hayan lucido el cocodrilo, nadie como René Lacoste ha sabido darle forma e historia a un reptil que, a través del tiempo, se convirtió en su mejor amigo, compañero y negocio.