Las prácticas corruptas ya se sabe que distorsionan la actividad del Estado y atentan contra los avances hacia un crecimiento económico sostenible e inclusivo, pero además facilitan la evasión de impuestos, lo cual siempre acaba redundando en perjuicio de todos.
Por ejemplo, la pérdida de ingresos fiscales es un obstáculo para las políticas de inversiones públicas, y la calidad de las infraestructuras y servicios públicos empeora cuando intervienen el soborno y el nepotismo. Según un estudio del Fondo Monetario Internacional, en una comparativa entre países con un nivel de ingresos parecido, los gobiernos menos corruptos recaudan un 4% más de su PIB que los más corruptos. Si todos los países redujeran hoy la corrupción en igual medida, el PIB mundial recaudaría de media un billón de dólares (0,9 billones de euros) más, lo que equivaldría al 1,25%. Pero los beneficios inducidos serían mayores, según el organismo multilateral, si se tiene en cuenta que con menos corrupción habría más crecimiento económico generando aún más ingresos fiscales. En consecuencia, los países menos corruptos pueden dedicar una proporción más alta de los recursos al gasto social.
El reconocimiento generalizado de que la lucha contra la corrupción es fundamental para el desempeño macroeconómico y el desarrollo ha llevado a su inclusión en los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas (ODS), entre otras iniciativas.