A finales de 2022 saltó la noticia: la banda británica Pink Floyd rompía las negociaciones para la venta por 500 millones de dólares de todo su catálogo discográfico. Hubiera sido la más espectacular de las ventas de catálogos de derechos fonográficos hasta la fecha, pero, como ya hemos explicado en estas mismas páginas en algún otro momento, hay derechos, y hay “derechos”. Pink Floyd, efectivamente, quería 500 millones de dólares por su música, pero lo que vendían no era tan “interesante” como parece: ciertamente, el grupo ha creado discos de ventas millonarias como The Dark Side of the Moon, The Wall o Wish You Were Here, pero a medida que los posibles compradores iban conociendo más detalles sobre lo que había realmente sobre la mesa, sus valoraciones del activo descendían. Porque lo que la banda vendía era los derechos fonográficos sobre sus grabaciones, así como los derechos de uso de su nombre e imagen. Y esos derechos fonográficos, al menos en el Reino Unido, comienzan a expirar en 2037: el derecho fonográfico –muy distinto del derecho editorial y el derecho de autor– concluye setenta años después de la publicación del disco, y el primer álbum de Pink Floyd, The Piper at the Gates of Dawn, se publicó en 1967… Sólo quedan, pues, menos de 19 años de aprovechamiento de The Dark Side of the Moon y 21 para Wish You Were Here…
(En Estados Unidos, los derechos fonográficos de grabaciones realizadas después del 15 de febrero de 1972 concluyen 95 años después de su publicación o 120 años después de su fecha de grabación, la que sea más corta. Los derechos fonográficos de las grabaciones realizadas antes del 15 de febrero de 1972 están protegidas hasta el 15 de febrero de 2067, según se puede leer en la web de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos).
Lo que Pink Floyd no vende es su catálogo editorial, la propiedad intelectual de sus canciones (esta no desaparecerá hasta setenta años después de la muerte del último de los autores de cada canción), que son los derechos que uno necesita para licenciar una canción para un anuncio o una película. Por otra parte, la necesidad de aprobación es un problema en una banda que no se pone de acuerdo en nada. El cantante y bajista Roger Waters dejó la banda en 1985 y ha demandado a sus antiguos compañeros por el uso del nombre: él quería que la banda hubiera desaparecido por completo, pero David Gilmour y Nick Mason han seguido publicando discos y haciendo giras bajo el nombre de Pink Floyd. Es cierto que el grupo se ha reunido para determinadas actuaciones, pero sus integrantes supervivientes –Richard Wright, su teclista fundador, falleció en 2008, mientras que su primer cantante y compositor, Syd Barrett, lo hizo en 2006, pero él sólo participó en los dos primeros discos del grupo, no en los más comerciales– no suelen conseguir ponerse de acuerdo, a pesar del potencial de ganar cientos de millones de dólares en la carretera.
Una nueva intentona
Pese a todos estos antecedentes, el periódico inglés Financial Times ha publicado este pasado viernes una noticia según la cual Pink Floyd se encuentra en “conversaciones avanzadas” con Sony Music –uno de los posibles compradores que renunciaron en 2022 a seguir con las negociaciones, entre los que también figuraban Warner Music, BMG e Hipgnosis– para vender su catálogo por esos 500 millones de dólares de los que el grupo parece no querer bajarse. La reanudación de negociaciones se produce después de que David Gilmour dijera recientemente a la edición italiana de la revista Rolling Stone que sería un “sueño” vender el catálogo de Pink Floyd y salir de la “lucha de barro”, refiriéndose probablemente a su conflictiva relación con su excompañero de banda Roger Waters, a quien definió en 2023 como “misógino, antisemita y apologista de Putin”, debido a ciertos comentarios incendiarios de Waters sobre Ucrania e Israel.
La intrahistoria económica de Pink Floyd es la más tortuosa del fabuloso negocio del rock’n’roll. En los años setenta se convirtieron en la máquina de hacer dinero más grande del mundo, pero sus luchas de poder intestinas –básicamente entre su principal compositor, Roger Waters, y el magnífico guitarrista y lugarteniente musical, David Gilmour– no han dejado de generarles problemas (y pérdidas millonarias) y su falta de conocimientos en materia económica, que les llevó, en los años setenta, a fiarse de personajes como el llamado Andrew Warburg, propietario del fondo de inversiones Norton Warburg. Los multimillonarios ingresos que logró el grupo por las impresionantes ventas discográficas de su álbum The Dark Side of the Moon –lanzado en 1973, pero todavía presente en el Top 10 histórico, con 58,3 millones de copias vendidas en estos 51 años– los llevó a buscar fórmulas para proteger los ingresos del pago. Warburg se encargó, entre 1976 y 1979, de todas sus gestiones administrativas, incluido el cobro de regalías discográficas y la recomendación de inversiones que disminuyeran la carga tributaria. El grupo se convirtió, casi sin saberlo, en accionistas de empresas hoteleras y restaurantes, empresas editoriales, servicios de alquiler de coches, criaderos de mariscos, importadores de tablas de skate, fabricantes de juegos electrónicos, compraventa de coches usados, purificadores de agua y otros negocios igual de inverosímiles, mientras que Warburg se las apañaba para cobrar enormes comisiones de gestión cada vez que se movía el dinero. En 1987, en una entrevista a la revista británica Q, Waters reconocía que el grupo había perdido “un par de millones de libras, casi todo lo que habíamos ganado con las ventas de The Dark Side of the Moon, y que, además, Hacienda podría venir y pedirnos el 83% del dinero que habíamos perdido. Que no teníamos”.