No es un debate practicable si ganar 200.000 euros al año es mucho o poco pero es objetivo decir que está por encima de la media y que muchos asocian esta cantidad a poder llevar una vida de alto standing. Fue cierto en algún momento no muy lejano pero ya no lo es. A principios de siglo con este dinero, sobre todo en España, se podía vivir en la primera división y jugando a ganar los partidos importantes. Hoy la España de los 200.000 es un club de localidad secundaria, de clase media y en el alambre, que cuando tiene un jugador que despunta lo puede disfrutar a lo sumo una temporada y luego su único negocio posible es venderlo a un buen precio o que se lo lleven con humillación incluida y por menos.
Si ganas 200.000 puedes ir a buenos restaurantes, pero más de jóvenes promesas que a los oficialmente estrellados. Por supuesto puedes viajar, pero la primera ni la sueñes, y cuando vayas a las grandes ciudades o a los primeros destinos turísticos olvídate de los hoteles legendarios y busca la buena relación calidad-precio o las ofertas fuera de temporada. No es que nos hayamos hecho pobres. No es que no haya nada que hacer en un mundo cruel y sordo. Es que el lujo ya no trabaja para los doscientosmileros.
En un mundo en que hay oligarcas rusos, jeques, emires, empresarios de éxito fulgurante, fondos de inversión y más dinero que en ningún otro momento de la Historia, sería un fracaso para Connaught que un 200.000 pudiera ir a su hotel, un fracaso para Hermès, Louis Vuitton o Prada que bastaran 200.000 para acudir con frecuencia a sus tiendas o un derroche de gasolina para Singapore Airlines que con semejantes ingresos se pudieran ocupar los primeros asientos de sus aviones. Alguien gritó no va más y el salto que ha dado el lujo se ha alejado de las cifras practicables incluso para la parte que se considera afortunada de la sociedad. Es lo que toca, porque no podemos pretender que nuestra nostalgia ponga los precios por debajo del mercado. Hemos intentado con orgullo, con equilibrios imposibles y haciendo del estirar más el brazo que la manga el deporte nacional de nuestras vidas, mantener un nivel y un alcance mágicos, exprimiendo como nadie el poder de cada euro. Pero se acabó. El sueño de la clase media plus de que podía vivir como los billonarios, el sueño pequeño burgués de que cualquier ocio podía estar a su alcance, aunque fuera al precio de no aumentar su patrimonio o incluso de reducirlo, ha quedado hecho añicos por una realidad no sólo dura sino además incontestable.
Hay unas élites, unas élites que es cierto que normalmente se aburren en el lujo más culto y elaborado, y sólo van porque es caro, pero son élites al fin y al cabo y nosotros somos sus ojeadores, en nuestro modesto papel de descubrir nuevos talentos y lanzar tendencias que cuando adquieren rango de lujo dejan de pertenecernos y nosotros a ellas.
Han sido unos años, desde mediados de los 90 hasta ahora, de una belleza e intensidad fantásticas. Los que hemos tenido la suerte de gozarlos en una edad propicia, con fuerza física y un trabajo que nos hace estar orgullosos, para siempre los llevaremos al corazón y la gratitud ha de ser nuestro sentimiento, nunca el resentimiento. Es duro cuando toca dar un paso atrás, o algunos pasos atrás, por decirlo tal vez de un modo menos inexacto. Pero ahí quedan nuestros recuerdos y el relato que seamos capaces de hacer de ellos. Los ídolos de nosotros, Gabriel Ferrater lo escribe, para la sumisa fe de después.