Opinión Salvador Sostres

Los grandes empresarios y el argumento de la sangre

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Las manos vacías y las manos llenas de tantos empresarios que no tenían nada y aprendieron con modestia y aplicaron con la soberbia que se necesita para ganar. Es importante ser modesto para aprender pero es imprescindible ser soberbio y arrogante para llegar. La humildad siempre se ensalza pero lo esencial es el orgullo y la vanidad. Ganar significa sangre. Ganar significa creer que mereces ganar. Y cuando tú ganas pierden los demás porque tú trituras todas y cada una de sus esperanzas. Hay versiones más idílicas de la realidad pero también mucho más alejadas de lo que en verdad pasa.

Tantos empresarios que no eran nadie ni tenían nada. Sólo su instinto y al principio sin la forma que van tomando estos instintos cuando los trabajas, cuando los machacas con el esfuerzo de muchos años. Empezaron trabajando duro y aprendiendo de sus maestros lo que necesitaban para poder trabajar todavía más duro y encontrar su propio camino, asumiendo el precio de todas las decisiones de su vida, personales y empresariales. Y en su corazón tan blanco esta dedicación enfermiza a su trabajo, porque que sea muy meritoria, no significa que los buenos empresarios no sufran un trastorno obsesivo que es imprescindible para triunfar. Un ansia, una insatisfacción permanente, una fuerza insondable para batallar.

La pregunta es clara, pero difícil: esta obsesión tan letal, tan decisiva ¿tiene sentido pensar que puede sufrirla alguien que nunca tuvo las manos de tu color, ni el corazón tan blanco? El espíritu de los grandes empresarios que surgieron de la nada ¿es replicable, es exigible si que el que viene a continuación no se tiene que ganar cada céntimo como ellos?

Una confesión personal que creo que el lector agradecerá es que durante algunos años estuve muy enfadado con mi madre por cómo había malogrado el negocio familiar. Enfadado no sólo porque no saliera bien sino por el modo enloquecido en que lo gestionó, queriendo demostrar que era mejor que mi abuela, como si realmente fuera un ajuste de cuentas. Así se hundió Semon –hoy muchos ya ni recuerdan lo que fue pero hasta hace poco se mencionaba este nombre como un encanterio–. Bien, no sé si porque me hago mayor, porque soy padre o porque suelo hablar con personas mucho más inteligentes que yo, he hecho dentro de mi cerebro las paces con mi madre. Me he dado cuenta de que no tuvo ningún sentido que mi abuela se empeñara en que trabajara con ella. Me he dado cuenta de que la “sangre” no es ni puede ser un argumento empresarial, y que cuando lo fuerzas haces desgraciado a todo el que se te cruza en el intento. Yo soy el ejemplo: adoraba Semon, y podría haber trabajado en la empresa, pero siempre tuve muy claro que me dedicaría a escribir y sólo a escribir. Me beneficié, y mucho, de Semon, de ser el nieto consentido y caradura –por decir lo menos– de la dueña de Semon, pero ni tuve la menor tentación de tomar las riendas del negocio ni mi abuela, que estaba francamente interesada en mi felicidad, me forzó a ello: todo lo contrario, patrocinó sin descanso mi carrera de escritor, y en vida me dio todo lo que fue y tuvo para enseñarme a no ser un total y absoluto cretino. Sobre si lo consiguió o no, algunos no se han querido pronunciar.

Recuerdo con nostalgia y con dolor aquella magnífica empresa y lo importante que yo era gracias a ella. Recuerdo también que mi abuela sabía de sobra que mi madre no era una empresaria, pero fue incapaz de alcanzar el razonamiento siguiente: el de no forzarla a serlo, e insistió en el argumento de la sangre haciéndola desgraciada y arruinando cualquier esperanza de que la empresa pudiera continuar. Si mi abuela hubiera creado una estructura profesional, empresarial, como ha hecho Nobu o hizo el señor Robuchon, Semon habría podido continuar y expandirse. Mi madre, mi hermana y yo habríamos sido los propietarios de la empresa y los primeros interesados en ni tocarla para que funcionara, la pudiéramos disfrutar, y por supuesto vivir de las ganancias. Esto o algo parecido se llama “family office”? No estoy seguro, y no me siento demasiado cómodo usando este vocabulario.

Pero hay una reflexión incluso más allá de no desgraciar la vida de tus hijos tratando de convertirlos en lo que no son. Si de verdad confías en las posibilidades de tus hijos, en su inteligencia, si de verdad crees que poseen algún talento ¿les ayudas o les perjudicas legando una inmensa fortuna? Los grandes empresarios que conocemos, ¿habrían existido si no hubieran pasado hambre o si pasar hambre no hubiera sido una esperanza real? Si tienes un hijo inacapaz, o incapacitado, legar un patrimonio abundante es lo aconsejable. Pero si crees que pueden hacer algo, ¿estás seguro de no aplastarlo con tu testamento?

Tienes un patrimonio y es dulce y justo que pienses en dejarlo a tu hijo, y también es comprensible que lo quieras como continuador de su empresa. ¿Pero es dulce y justo para él que le caiga esta losa? No se puede ser empresario por herencia. Puede que tu madre sea una gran empresaria y que tú también lo seas. Pero no será por herencia. No se puede ser empresario sin necesidad, aunque parezca un tópico. Ni mucho menos al nivel estratosférico de los grandes empresarios de verdad.

¿No es más sensato que los hijos disfruten del patrimonio a través de una oficina familiar, y que se ponga al frente del negocio a un empresario que de verdad tenga el hambre, el orgullo, la soberbia la vanidad y la brutalidad que se necesitan para batallar contra todo y todos y ganar?

Son muchas preguntas y no existe una sola respuesta. Son muchas preguntas y hay muchas familias y muchos hijos y muchos padres y “pasar hambre” no quiere decir para todos lo mismo. Si hubiera una fórmula exacta que funcionara para todos no habría guerra pero tampoco tanto progreso ni tan veloz como el que hemos conocido. Ser un gran empresario es una deformación y esta deformación puede ser de nacimiento, como una marca de Dios, pero cuando brota de las circunstancias nunca son las de la abundancia.

Y cada vez que obligamos a nuestros hijos a ser lo que nosotros fuimos estamos mucho más cerca de condenarlos a la infelicidad que de encontrar a un sucesor. Cada vez que pretendemos que el carácter es ajeno a las circunstancias, estamos pidiendo gritos que nos defrauden. Y luego vienen las incomprensiones, la música sin esfuerzo del Camerún, la hilada oscuridad de su pelo y una conversación en una habitación abarrotada de gente que no va a ninguna parte. Lo que nunca quisiste escuchar, las heridas que te han hecho y las heridas que tú has hecho, los sentimientos de inferioridad y el rencor latiendo en el argumento atávico –y tan brutal– de la sangre.