Soy jardinero. Jardinero de terraza. Urbanita de maceta y esqueje. Floricultor de terraza pequeña. Habitante afortunado de ático de ciudad, en quinto piso orientado al sur de Miguel Hernández y Rafael Alberti. Tras años de piso en piso logré una pequeña terraza que protejo de la solana madrileña con toldos azules y una sombrilla gigante. Mi pequeño jardín urbano es mi bebé. Me he mudado con plantas y macetas muchas veces, así que son parte de la familia. Los libros, los discos y las plantas son primos carnales.
Soy amante de las macetas viejas, tengo algo de barro florentino y también arcilla del Ikea que la compras como chollo pero se pudre y se deshace. Soy de los qué si se encuentran una maceta con una planta moribunda en el contenedor, si la planta no tiene arreglo, me traigo la maceta a casa, la lavo, la pongo boca abajo y la dejo envejecer. Que nos vaya conociendo, a la espera de su nueva mata. Cada planta en mi terraza pide una maceta, cada maceta, vitrificada o labrada, pequeñuja para un cactus piedra (Lithops) o enorme para la parra virgen (Parthenocissus quinquefolia), tiene su espacio en casa. Los gecos (Lacerta Gecko) que habitan entre nosotros lo saben bien. Las macetas son el Disneyland de los geckos, que aparecen o desparecen como el toldo que cubría el Gusano Loco.
También disfruto las latas de conservas gigantes que van perdiendo su impresión con el óxido, y los que se apañan con bidones de cinco litros de agua que recortan. El ingenio se lleva bien con la jardinería urbana: botes antiguos de conservas, latas de aceite, de melocotón en almíbar, hasta bolsas del Lidl sirven. Eso sí me llevo mal con las macetas de plástico de vivero. No duran ni un día en casa.
De los cactus, con su flor de un día, aprendo que los disgustos no hay que dejarles quedarse más de 24 horas, que si no echan raíces.
Por mi cumpleaños los amigos saben que con plantas es fácil darme gusto. Acaban de regalarme mi primer Arce Japónica (Acer Palmatum). Le tenía muchas ganas. El rojo de sus hojas en otoño es único, tan solo el Liquidambar le puede hacer sombra. La delicadeza del equilibrio de su ramaje me da paz. No es muy grande, apenas un metro pero podría, como árbol, alcanzar los diez. Espero hacerme con él y que no me obligue a mudarme de nuevo. No me conviene. El verano es duro para recibir una nueva planta en casa. Si decide quedarse, cada dos años le ofreceré una maceta más grande como cuando a un adolescente se le cambia de cuarto o se le compra una cama si se le salen los pies por debajo del edredón.
El último en instalarse en la terraza ha sido un Ginkgo Biloba bebé. Me lo regalaron el domingo pasado en la Feria del Libro. Adoro el activismo verde. En el siglo del cemento pulido regalar árboles es ser muy punk. No tengo riego automático, así que soy de manguerazo exagerado pero feliz. Disfruto las buganvillas (Nyctaginaceae) a las que ignoro en riego y abono para que florezcan. Las de casa, curiosas, se asoman a la calle para que los paseantes las vean desde abajo con envidia floral.
Nunca compro plantas online, me da cómo frío. Me encontrarás madrugando en Madrid en el vivero Shangay de Luis Martín. Caminar en invierno y verano sus invernaderos a las 8 de la mañana, recién abierto, me permite preguntar a las plantas como han dormido.
A veces drogo al jardín con una bolitas azules (NPK Mg-S/Sulfato Potásico) pero mi hermano, que sabe más que yo, me dice que no se me ocurra y me manda memes de las campañas antidroga: “La droga no te hace libre”. He decidido hacerle caso. Como mucho uso recursos naturales como el ya viejo potingue de tabaco mezclado con agua para matar bichos, o los clavos enterrados en la maceta para enriquecer con hierro en primavera a los cítricos. Y es que mi jardín terracero tiene enemigos: la mariposa del geranio, la cochinilla de mis limoneros, o las manchas blancas de las aspidistras. Conocerlos es vencerlos.
Nada para mi jardín urbano como la lluvia fresca. Al día siguiente de un buen chaparrón las macetas parecen enamoradas de la vida. ¿Qué tendrá el agua del grifo que no les gusta tanto?
No tengo riego automático, así que soy de manguerazo exagerado pero feliz.
Tengo un pequeño huerto con el que no termino de apañarme. Hay veranos que los tomates Cherry nacen a cientos y aparecen en todas mis ensaladas y otros que los mirlos hacen de las suyas y a cambio de su canto se dan una merendola. Las patatas en maceta se me hacen duras de cultivar. No necesitan ayuda pero van lentas y me ensucian todo. Cultivo limones pero no me los como porque verlos amarillear es una de las alegrías de mi terraza; tengo también un granado que me regaló un amigo que hice nuevo, laurel para el arroz blanco, y algún Kumquat que tampoco cosecho porque me mola verlo balancearse con el viento primaveral. Dentro tengo plantas casi en cada habitación: albahaca para la burrata y para espantar a los mosquitos, la Oxalis Triangularais me da muy buen rollo, tan delicada; la Sansevieria Trifasciata que siempre me recuerda a la llama olímpica. No consigo que el hueso del aguacate brote y me haga planta. Me desespero, y por muchos tutoriales que mire, mis aguacates son de supermercado.
En el alfeizar cultivo Lepismium Cruciformes, el rojo), con su florecita diminuta y sus ganas de enredarse. Y tengo una espectacular Seudo Morganianum, Burrito para los amigos, que me recuerda a la melena caracolada de alguna mujer que conocí. Para que no se lancen por el patio las protejo con una barandilla para macetas Serpentello que decora y hace de paracaídas vegetal. Y que escribir de los cactus, que una vez al año me regalan su flor de un día, y de los que aprendo que los disgustos no hay que dejarles quedarse más de 24 horas, que si no echan raíces.
No tardará el día que Idealista me presente una gran azotea plana con la que reforestar la ciudad. Espero paciénte pero lo que no haré será instalar riego automático, la felicidad es abrir la manguera al llegar de un día de trabajo duro.