El mundo no estaba preparado para la audacia de una mujer que en 1906 comenzó a crear pinturas inclasificables y radicalmente abstractas. La pintora sueca Hilma af Klint (1862 – 1944) pidió que sus obras no se mostraran al público hasta 20 años después de su muerte. Sin embargo, sólo en pleno siglo XXI ha sido reconocida como una pionera de la abstracción. Este ejemplo evidencia el desinterés histórico que se mantuvo durante siglos ante la carrera de mujeres artistas, un factor que aumenta la profunda desigualdad que siempre ha habido entre géneros.
Hilma af Klint no es la única. En la actualidad, museos, galerías y exposiciones están recuperando obras de mujeres artistas que en su día pasaron desapercibidas. Una forma de saldar la deuda histórica que el mundo del arte tiene con ellas. No solo llenan museos y exposiciones, también han generado un interesante mercado en las que sus obras se cotizan como nunca. “Sólo ahora las mujeres se empiezan a incorporar a esos discursos que estaban dominados por los artistas masculinos”, nos cuenta Álex Nogueras, director de la galería Nogueras Blanchard. Sofía Urbina, dealer de arte y profesora en la universidad IE, coincide: “El mayor período de crecimiento de artistas mujeres ha sido entre mayo de 2016 y mayo de 2019 (+70%), que coincidieron con los movimientos #MeToo y #BLM (Black Lives Matter)”. Y explica que las tres mujeres que han alcanzado precios más altos en subasta son Georgia O’Keeffe (44,4 millones de dólares en el año 2014), Frida Kahlo (34,9 millones de dólares en 2021) y Louise Bourgeois (32 millones de dólares den 2019).
Sobran los ejemplos. Georgiana Houghton (1814 – 1884), artista y médium británica nacida en las Canarias, es considerada por muchos la primera pintora abstracta. A pesar de sus numerosos esfuerzos en vida, murió en la ruina, pero una exposición en 2016 relanzó su carrera. Sus obras, de aplastante valor para la evolución del arte, pertenecen mayoritariamente a la Victorian Spiritualists Union de Melbourne, entidad que se encarga de gestionar su legado. Después de un anonimato de más de un siglo, Houghton formó parte de la última edición de la Bienal de Venecia comisariada por Cecilia Alemani, cuya lista de participantes contaba con una abrumadora mayoría de mujeres artistas. El título de aquella Bienal (La leche de los sueños), se extraía de una publicación de la artista Leonora Carrington (1917 – 2011), figura central del surrealismo cuyo legado se revalorizó recientemente.
De la misma manera, Ana Mendieta (1948 – 1985), artista cubano-estadounidense cuya carrera se ve truncada tras su trágica muerte en extrañas circunstancias, está recibiendo más atención que nunca. Esta pionera del arte feminista no produjo tanta obra, por lo que la gestión de su state se centra en que esté representada en las instituciones. Hecho que, por otro parte, supone una anomalía, ya que sus coetáneos varones están presentes de forma uniforme en las colecciones públicas.
Afortunadamente, estudios académicos e instituciones culturales están reconociendo la aportación de estas artistas, lo cual está generando un nuevo mercado en auge. Desde febrero, las obras de Ana Mendieta se muestran en una exposición dedicada a la artista en el MUSAC. En octubre, el Guggenheim de Bilbao inaugura una retrospectiva de Hilma af Klint. En este contexto, también nace una nueva sensibilidad hacia las mujeres contemporáneas. Ya no se cuestiona con escepticismo sus prácticas, sino que el mercado asume sus discursos y los potencia.
Una pintora en un mundo de hombres
Hilma af Klint no se sometió a las normas de la sociedad aristocrática de la que provenía y decidió no casarse, vivir sola y llevar una dieta vegetariana. Las pintoras en Suecia empezaron a ser admitidas en la academia a partir de 1864, convirtiéndose en uno de los primeros países de Europa en dar este paso. Sin embargo, en ese periodo, todavía se pensaba que sus dotes se limitaban a la mera reproducción de imágenes, asumiendo que para ellas el arte era un entretenimiento y no una profesión.
Después de graduarse con honores en la Real Academia de Bellas Artes de Estocolmo en 1887, la institución le otorga a af Klint un taller donde trabajar. Su entorno estaba dominado mayoritariamente por hombres, donde ellos eran los principales artistas, galeristas y coleccionistas. En este contexto, ella tuvo que ejercer como pintora naturalista, enfocándose en retratos, paisajes, dibujos botánicos e ilustraciones infantiles.
El origen de la abstracción
La primera fase en la que la artista intenta representar una realidad intangible supone un hito para el arte occidental. Tras años ejercitando la pintura automática en sus trances en sesiones de espiritismo, Hilma af Klint desarrolla una técnica visionaria: “Yo no tenía ni idea de lo que representaban las imágenes, y, sin embargo, trabajaba rápida y segura, sin retocar una sola pincelada”. Ella misma consideraba Los cuadros para el templo (1906 – 1915) como el eje central de su producción, un conjunto monumental de obras compuesto por 193 pinturas agrupadas en seis series.
En todo momento, la artista es consciente de estar llevando a cabo una labor relevante, ya que prepara los lienzos y realiza un conjunto de óleos perfectamente documentado. Con la serie Caos primigenio (1906 – 1907) se inaugura la abstracción pura: 25 pinturas de formato similar donde predominan los trazos orgánicos, en ocasiones acompañados de palabras y símbolos, todas ellas bajo una misma identidad cromática.
Su producción sigue con su obra más ambiciosa: Los diez mayores (1907). En este impresionante conjunto de 10 pinturas de más de tres metros, la artista representa las edades desde la niñez hasta la vejez. Para ello se apoya en diversas gamas cromáticas y el contraste entre líneas rectas y formas biomórficas. Un año después finaliza La estrella de siete puntas (1908), una serie cuyo estilo depurado en colores primarios supone una auténtica revelación. Para aquel entonces, ya utiliza con destreza un personal lenguaje que alterna la abstracción lírica y su expresión más geométrica.
En 1908, Hilma af Klint tuvo que detener su proyecto para cuidar a su madre, la cual era dependiente debido a su ceguera. En un momento de creatividad indiscutible, interrumpe su trabajo, quizás también desanimada por los comentarios de Rudolf Steiner, secretario general de la sección alemana de la Sociedad Teosófica. Este encuentro marcará su carrera, ya que él se muestra escéptico ante el origen mediúmnico de sus pinturas y dice a la artista que el mundo necesitará todavía cincuenta años para entender sus obras.
Después de un parón de cuatro años, af Klint retoma su actividad a partir de 1912 y finaliza la serie Los cuadros para el templo, esta vez, influenciada por la teoría de Steiner. A través de otras series como El cisne (1915), Parsifal (1916) y Átomo (1917), la artista continúa desarrollando su vocabulario y creando algunas de sus obras más extraordinarias. Durante su madurez, en su cosmovisión confluyen representaciones de lo micro y lo macro, proponiendo un viaje a otra dimensión a través de una experimentación incansable.