Acabo de parar rotativas. Es sábado a mediodía, en la calle hay un viento helador y estoy en el mejor lugar en el que se puede estar: el sofá. He seguido la rutina habitual para escribir este texto, que es dormir a mi hija, comer y tomarme un café con algún dulce. Por alguna casualidad cósmica (“casualidad cósmica” suena a canción de grupo indie español), esta mañana he decidido pararme en un puesto de productos artesanales gallegos y comprarme una miel de castaño y un par de rosquillas, postre que quizá no había vuelto a comer desde que Pont Aeri o Chasis eran discotecas de moda. Venía listo para hablar de otro tema, pero ahora sólo puedo escribir sobre las rosquillas.
Ha habido algo de Proust con el primer mordisco, pero, sobre todo, he disfrutado como un perro con un frisbee. Al terminar, me he puesto a pensar por qué han pasado tantos años sin comer este postre. Cada fin de semana se suceden los dulces, con tiramisús, donuts, brownies, crumbles o inverosímiles chololates, pero mi estómago no digería una rosquilla desde que mi amama se jubiló. Tengo la sensación de que tiene que ser porque la rosquilla representa lo tradicional, podría salir en un libro de Cervantes, y que tendemos a dejarnos impresionar por todo lo nuevo que llega, lo que tiene un nombre que engancha, lo que luce bien en la foto. Todo eso que no es una rosquilla.
Pienso en si, metafóricamente, estoy perdiéndome rosquillas en mi vida. O si la industria en la que trabajo necesita más rosquillas. Creo que la respuesta es que sí. Primero, en lo que se refiere a las personas. Es normal que nos vayamos deslumbrando por todos los nuevos que van entrando en nuestro entorno personal o profesional, pero siempre hay un momento en que los clásicos te demuestran que lo son porque su conocimiento y experiencia, como el sabor de las rosquillas, se transmite de generación en generación. Las rosquillas son como San Mamés, que no es el estadio que ve más títulos, pero sí el que nos reconcilia con el olor de lo clásico, que nunca pasa de moda.
Pero también la industria del marketing y la publicidad necesita más rosquillas. Hay un empacho de postres cuquis y resultones, que si AIs, metaversos, propósitos, mensajes coélhicos, productos tan nicho que siempre acaban en el cementerio… Tantos, que se nos ha olvidado el sabor de algunas recetas clave como la funcionalidad del producto, la belleza de las cosas o el poder del sentido del humor como herramienta para vender más. Siento que este último año está mejorando en este aspecto y que se están recuperando algunos conceptos clásicos que estaban desapareciendo. Ojalá haberme comido una rosquilla tan estupenda no sea una casualidad cósmica, sino una tendencia en auge.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.