Muy pronto la relación laboral comienza a traspasar las barreras de la amistad. Empieza a hacerte ciertas confidencias e incluso a revelarte aspectos de su vida algo delicados: problemas familiares, crisis con la novia, algún tema de salud sin importancia… tú, que no eres mucho de lamentarte, tratas de apoyarle en lo que puedes, y por eso no te parece mal cuando comienza a pedirte los primeros favores. Hoy por ti, mañana por mí.
Pero no. A esa persona le va más el hoy por mí, mañana por mí, y, pasado mañana, también. Te pregunta si te importaría quedarte hasta más tarde porque tiene que ir a ver a su abuela al hospital, pero una hora después sube a Facebook una foto tomando copas con los amiguetes. “Será de otro día”, piensas, ingenuo de ti, mientras rematas su parte del informe. Cuando se trata de trabajar en grupo con más compañeros parece que siempre lleva la voz cantante, que es el líder. Y así lo cree también vuestro jefe, que le adora. Cuando llegas a casa ha mandado varios correos y ha escrito en el grupo de Whatsapp, dando órdenes e interesándose por cómo lleváis vuestra parte del trabajo. Parece que haga mucho, pero realmente no hace nada. Y es ahí precisamente donde radica su hechizo.
Y así, día tras día, te va vampirizando sin perder ni un segundo la sonrisa. En cuanto te des cuenta, aléjate. No literalmente; sabemos que en la oficina no hay mucho espacio para correr. Pero aléjate. Atrévete a comprobar si ese halo de amabilidad y simpatía continúa intacto cuando dejas de hacerle favores y de decir sí. Ponle a prueba pidiéndole algo tú. Y, cuando tus averiguaciones empíricas te permitan afirmar con total certeza que te encuentras ante una especie parasitaria, corta en seco.
No sufras por él; a estas alturas ya tendrá el ojo puesto en su siguiente víctima.