¿Cómo lo hiciste? La pregunta desconcierta un poco a David Verdaguer (Malgrat de Mar, Barcelona, 1983). Pese a que guarda en sus vitrinas un Goya a la mejor interpretación masculina de reparto por Verano 1993 [ahora, también, otro Goya a mejor actor protagonista], una medalla del Círculo de Escritores Cinematográficos, un par de premios Gaudí, un Feroz o un Sant Jordi (y falta la previsible cosecha que va a reportarle su último papel, el del humorista Eugenio en la película Saben aquell, a las órdenes de David Trueba), el actor catalán no tiene la sensación de haber hecho nada excepcional.
“Solo mi trabajo”, nos cuenta en el curso de una conversación interrumpida en un par de ocasiones por transeúntes que se acercan a pedirle tabaco. “Supongo que siempre he intentado hacerlo con dignidad y una cierta ilusión, pero actuar no es más que la variante sofisticada de hacer el imbécil”, asegura. Verdaguer supo que iba dedicarse a esto desde que cobró su primer jornal, “cuatro cuartos”, como miembro de un grupo de teatro callejero. Tenía 16 años y solo un antecedente en la familia, su abuelo, que había participado en alguna que otra función amateur.
“Con siete u ocho años me llevaron al teatro por vez primera, a ver, si mal no recuerdo, El enfermo imaginario, de Molière, y creo que supe al instante que era a aquello a lo que quería dedicarme”. Cumplidos los doce, se apuntó a clases de interpretación en la escuela de teatro de Pineda. Sus padres, empleado en una fábrica textil –él– y criada en casa de una familia “muy rica” –ella–, no pusieron la menor objeción: “Nunca tuve plan B. Estaba decidido a intentarlo con todas mis fuerzas. Los adolescentes no tienen miedo al fracaso, eso es algo que se adquiere con la edad”.
A los 18 padeció su primer “accidente laboral”: se rompió el menisco ejecutando una cabriola de alto riesgo “mientras hacía de payaso en una primera comunión”. Eso le impidió presentarse a las pruebas de selección del Institut del Teatre. Se matriculó en una escuela privada barcelonesa, el Col·legi de Teatre (CTB) y empezó a participar en castings mientras se buscaba la vida “como monitor en campamentos de verano, teleoperador y, sobre todo, en bolos con la compañía de animación que había formado con un par de colegas”. Siempre ha encarado la profesión “con actitud muy punk”. Considera que “hay que atreverse a hacer cosas, buscarse la vida, no quedarse sentado esperando que suene el teléfono”.
Hoy recuerda con cierta nostalgia su etapa de secundario con frase en series de TV3 como Plats bruts, El cor de la ciutat o Ventdelplà, así como su etapa de reportero kamikaze en el programa de humor ¿Alguna pregunta més? (APM). Debutó en el cine con 10.000 kilómetros (2014), tragicomedia romántica de Carlos Marqués- Marcet, junto a la británica de origen vasco Natalia Tena. “Carlos apostó por mí porque venía de Los Ángeles, no me tenía encasillado como un cómico televisivo y consideró mi candidatura sin prejuicios”. Luego vendría Requisitos para ser una persona normal, No culpes al karma de lo que te pasa por gilipollas y, por fin, Estiu 1993, el papel que le puso en órbita.
Tiene claro que la interpretación es “una tarea vocacional con un componente artístico, pero también un oficio”. Llegado un cierto punto, “la vocación se apaga o se mitiga, pero el oficio se queda”. Reivindica la sensatez y el realismo de Fernando Fernán Gómez, que nunca, ni en su periodo de máximo apogeo, se permitió el lujo de rechazar un papel sin tener una buena alternativa: “Si su agente le decía: Fernando, esta película no va a ser muy buena, él respondía: ‘¿Es que acaso hay otra? Pues, si no hay otra, habrá que hacer esta’. Yo pienso igual. Hay que jugar con las cartas que te da la profesión. Y aceptar con naturalidad que a veces se pierde. Ojalá gane este año otro Goya, pero el fracaso está siempre ahí fuera, acechando. Y el día que lo olvide, tendré un problema”.