Opinión David Ruipérez

Espías aficionados

La integración de las microcámaras con elementos decorativos o útiles corrientes y poco sospechosos te pone los pelos de punta.
Foto: Scott Webb/Pexels

Hoy se trata de sembrar desconfianza y miedo. En una escena de la tan amada como denostada película Torrente, el brazo tonto de la Ley aparece un chaval al que le pegan en el pecho con cinta aislante una tosca grabadora para después enviarle a grabar una conversación delatora de un grupo de narcotraficantes. De forma bastante más sutil que en la cinta de Santiago Segura, el cine nos ha permitido contemplar dispositivos de espionaje y grabación más o menos sofisticados, como micrófonos ocultos en distintos objetos cotidianos –al otro lado del telón de acero, tanto soviéticos como alemanes orientales eran maestros en este arte– o las célebres cámaras con el microfilm en su interior.

Los servicios secretos de muchas naciones se gastaron millonadas en ese tipo de dispositivos y no fueron pocos los que padecieron torturas o perdieron la vida cuando les descubrieron con ellos encima. Ahora, todos esos aparatos para grabar audio y/o video de forma discreta se venden por cantidades irrisorias en tiendas online en las que todos compramos. Metamos en el mismo saco del espionaje de andar por casa a esos rastreadores GPS que nos permiten conocer la ubicación de un vehículo u otro ser humano.

Cada vez más personas instalan discretas cámaras en su vivienda por temor a los intrusos o para cerciorarse de que una empleada del hogar o niñera cumple su cometido y no fisga, roba o se come la comida del frigo. ¿Resulta inmoral, un atentado contra la intimidad, o se trata de una mera y lógica precaución? Puede ser peor. Un reciente reportaje del compañero de El País, Jordi Pérez Colomé, ponía de manifiesto cómo los compradores de estos dispositivos a menudo confiesan sin pudor en los comentarios y valoraciones que emplean esas micro cámaras para espiar a esposas o novias de las que desconfían. Un afán de control o celos desbocados son comportamientos que bordean, si no sobrepasan, la frontera de la violencia de género.

Efectivamente, una vez se puede disimular una lente en todo tipo de objetos podemos ser víctimas fáciles de grabaciones que nos pongan en un apuro. Cualquiera puede actuar como el siniestro comisario Villarejo. La integración de las microcámaras con elementos decorativos o útiles corrientes y poco sospechosos te pone los pelos de punta. Un inocente detector de humo, los cargadores de móvil, pendrives, bolígrafos, un reloj, gafas e incuso un simple tornillo. Resultan prácticamente indetectables.

En resumen, cualquiera que quiera hacerlo puede grabarnos y hundirnos la vida. Estamos desprotegidos frente a los desaprensivos. Pero ni siquiera hace falta que un aprendiz de espía nos la quiera jugar, los mismos audios de WhatsApp que se filtran, simples conversaciones habladas o escritas no gozan del privilegio de la intimidad o la confianza… Todo deja huella y muchos poderosos han caído tras protagonizar sonadas “exclusivas” periodísticas (más bien filtraciones de sus enemigos) basadas en conversaciones comprometidas.

Esperemos que nuestra vida siga sin interesar demasiado a nadie, esperemos no ser grabados ni exhibidos en calzoncillos, esperemos que alguien no tenga ganas de arruinarnos la vida, porque el freno para hacerlo lo impone la moral, la decencia y la ética, no el hecho de que sea complicado –ni caro– adquirir el dichoso dispositivo.