La esclavitud está abolida, pero la explotación moderna de seres humanos se estima que supera en cuatro veces el número de africanos que se vendieron a América durante los cuatro siglos que perduró el comercio trasatlántico de esclavos.
El Índice Global de Esclavitud (IGE), que elabora la Walk Free Foundation, promovida por Andrew Forrest, un filántropo australiano que hizo una importante fortuna personal en el sector de la minería, cuantifica en su última edición (2016) que 46 millones de personas trabajan como esclavos. Según la definición que emplea el IGE, el esclavo del siglo XXI es una persona cuya libertad sobre su cuerpo, o para elegir o rechazar determinados trabajos, o simplemente para parar de trabajar, depende de otra a la que le pertenece ya sea a través de la violencia, las amenazas, la coacción o el abuso de poder, de tal manera que no puede rechazar o abandonar su situación. “La vulnerabilidad a la moderna esclavitud se ve afectada por una compleja interacción de factores relacionados con la presencia o ausencia de protección y respeto a los derechos humanos, protección física y seguridad, el acceso a necesidades básicas como comida, agua o cuidados médicos, y con los casos de migración, desplazamiento y de conflicto”, señala IGE.
Las situaciones más frecuentes se detectan en yacimientos mineros, donde se explota a menores en labores y jornadas extenuantes, pero también en la industria textil, la agricultura y en el sector de los componentes electrónicos. Se calcula que, además, hay alrededor de dos millones de esclavos que trabajan para estados o grupos rebeldes, que se ven atrapados en un círculo vicioso en el que fuerzas paramilitares combaten por el control de recursos naturales cuyos beneficios se emplean en la financiación del conflicto.
La infancia explotada
Según la ONG Human Rights Watch, numerosos menores resultan heridos o fallecen en accidentes mineros, sufren envenenamiento por mercurio en el procesamiento del oro y desarrollan enfermedades respiratorias sin atención médica alguna. La Organización Internacional del Trabajo estima que 168 millones de niños desarrollan algún tipo de trabajo y de ellos un millón en minas de oro, diamantes o de sal, y su número no deja de crecer. Su tasa media de mortandad es del 32% por 100.000 empleos equivalentes a jornada completa entre edades de 5 y 17 años, en comparación con el 16,8% y el 15% en la agricultura y la construcción, respectivamente. Con el fin de atajar esta explotación infantil, la OCDE ha establecido en 2017 un conjunto de acciones para ayudar a identificar, mitigar y acabar con los riesgos de esta práctica en las cadenas de suministro de minerales, proponiendo, entre otras iniciativas, la intervención de auditores independientes que inspeccionen las buenas prácticas en refinerías y fundiciones.
Países como Estados Unidos y Reino Unido han puesto en marcha medidas, algunas legislativas, que obligan a las empresas cotizadas a informar sobre la procedencia de productos con minerales cuyo comercio es susceptible de ser utilizado para financiar grupos armados, o creando un Comisionado Antiesclavitud para combatir la lacra.
Otra situación de esclavitud infantil es la que se da en India, cuyo tráfico se orienta a atender la demanda de servicio doméstico para la creciente clase media del país, con mano de obra procedente del empobrecido entorno rural. Jornadas que se prolongan desde las seis de la mañana hasta la medianoche cocinando, limpiando el hogar, cuidando de los hijos de los señores y concluyendo la jornada con masajes corporales a éstos, es la rutina descrita por víctimas de esta explotación doméstica.
El último informe anual elaborado por Índice Global de Esclavitud señala a Corea del Norte como el país con mayor proporción estimada de esclavos en 2016.
Aunque los datos son difíciles de contrastar por el hermetismo del régimen norcoreano, sus autores señalan que hay evidencias de la existencia de prisioneros políticos condenados a trabajos forzados. El segundo país es Uzbekistán, donde a pesar de algunas medidas correctoras, se sigue responsabilizando a las autoridades de alentar el empleo de mano de obra forzada en la recolección de algodón, una de sus principales fuentes de ingresos.
Según los organismos internacionales, acabar con la esclavitud es una tarea de gran dificultad por la dimensión y la complejidad de las cadenas de suministro, pues resulta extremadamente complejo identificar a los responsables de asegurar el respeto de los derechos humanos en cada una de las localizaciones que forman parte de la cadena. En este sentido, se argumenta que a menudo muchas víctimas son empleadas por subcontratas o sub-subcontratas de empresas multinacionales en su país.
Desde el desastre acaecido en Bangladesh en 2013 donde se desplomó una fábrica textil en la que trabajaban hacinados centenares de empleados y que costó la vida a más de mil personas, y abrió los ojos al mundo sobre las inhumanas condiciones laborales de algunos países en que se manufacturan productos textiles para los mercados internacionales, la OCDE desarrolló una guía para establecer responsabilidades en las cadenas de suministro del sector de la confección y calzado, y que prohíbe, entre otras prácticas, a las empresas globales subcontratar firmas locales poco fiables. “Donde se permite la esclavitud por ahorrar un puñado de dinero, la economía receptora pierde cientos, si no miles de veces más, en términos económicos”, señala Andrew Forrest.