Escribo este texto en pleno 15 de agosto. Espero que lo lean tranquilamente allá donde estén. Quizá sea en un lugar al que han llegado por avión, el tema central de estas columnas que preparo para Forbes. La que leen es la vigesimoprimera. Hasta ahora les he hablado de asuntos como la sostenibilidad y de aeropuertos como Gibraltar, Teruel, Madrid o Andorra-La Seu. También sobre aerolíneas de Angola, Italia, Canarias, Francia y Finlandia. Les he planteado dudas sobre el regreso del avión supersónico a los cielos del mundo, si anular los vuelos cortos es una solución coherente o si el ejemplo de decrecimiento de Ámsterdam será replicado en otros grandes hubs globales.
Esta vez, aprovechando esta época algo más tranquila, les voy a contar algo personal y proponer algo: cuando viajen en avión elijan siempre ventana. La experiencia cambia radicalmente. Quizá estén cansados de viajar continuamente en avión, puede ser que no le encuentren ningún atractivo o que para usted tomar un Airbus, Boeing, ATR o CRJ forme parte de su rutina semanal. La rutina y lo cotidiano son algo que nos puede limitar el apreciar ciertas cosas, como la maravilla que es volar.
Quizá algunas malas experiencias en los aeropuertos puedan eclipsarles lo que es un viaje aéreo, aunque les pido que hagan un ejercicio mental. Háganlo cuando el avión esté a punto de despegar. Cuando escuchen ese “listos para el despegue” piensen que somos unos verdaderos privilegiados: nos desplazamos de un lugar a otro a velocidades impensables hace tan solo unas décadas y además, si optamos por un asiento de ventanilla, lo hacemos viendo cosas que un siglo atrás siguiera podrían soñarse.
Procuren también que viajar no sea simplemente desplazarse de un lugar a otro. Cuando somos conscientes del viaje, descubrimos algo nuevo cada vez. Pasa en cada vuelo, incluso si repetimos la misma ruta: al mirar atentamente por la ventana del avión, podremos ver algo nuevo: una formación de nubes o un lugar en la tierra en el que no habíamos reparado antes. Podemos ver un paisaje que cambia de color dependiendo de la estación del año o algún detalle del lugar donde vamos a aterrizar y que sobrevolamos, ya bajitos, durante los últimos compases del vuelo.
Desde la ventana de un avión he visto la inmensidad de los océanos y la pequeñez de algunas islas de renombre mundial. He podido ver palacios presidenciales y zonas miserables. He apreciado montañas tan nevadas que no parecen de verdad y desiertos tan extensos que vuelas durante horas sobre ellos para cruzarlos. Desde allí arriba he apreciado puestas de sol que se eternizan porque el avión las persigue, he disfrutado de auroras boreales en vuelos organizados específicamente para verlas. He admirado ciudades desde el aire; me ha dejado mal cuerpo cierto urbanismo salvaje y la vista también ha descansado al ver la simetría de algunas calles o cultivos. También he distinguido y reconocido puertos, localizado pistas de aterrizaje, localizado barcos navegando en solitario y otros fondeados, rodeados de docenas de buques más.
En mi último vuelo, un Venecia-Barcelona el pasado domingo a bordo de un A321 de Vueling, me ha vuelto a pasar: me ha emocionado estar ahí arriba. Tras despegar por la pista 04R del aeropuerto Marco Polo, el Airbus viró a la derecha sobre la laguna Veneta. Mientras ascendía, dejó a la izquierda el Lido, el centro de Venecia y otras islas como la Giudecca, Sacca Sessola, San Clemente… y de nuevo pensé en el privilegio que es volar y poder ver todo desde esa perspectiva. Al cabo de una hora y veinte minutos, en esa misma ventana apareció el puerto de mi ciudad a la hora en que los ferrys llegan desde Baleares. Por su situación en el mar, es fácil distinguir desde que isla llegan. Son cosas que acabas aprendiendo a base de algo tan simple como mirar por la ventana cuando llegas a casa.
Si el mundo es increíble, desde allí arriba lo es aún más y aunque sé que hay gustos para todo (hay quien siempre prefiere viajar en un asiento de pasillo) me sigue pareciendo inexplicable la razón por la que un pasajero que ha pedido asiento junto a la ventana baja el parasol. Lo entiendo como una renuncia a ver el mundo o vivir un poco menos voluntariamente negándose a descubrir novedades.
Dicho lo anterior, lo que sí puedo entender es que exista cierta aprensión a volar y todo lo que les he contado antes les chirríe. La aerofobia no es extraña, aunque no intentar superarla es un autoboicot. Siempre he pensado que los miedos están para ponernos a prueba y luego dejarlos atrás. Hay personas estupendas pueden ayudar a superar esta fobia a volar. Les pongo tres ejemplos: una es Lourdes Carmona, piloto comercial y coach. Entusiasta de la formación, instrucción y el vuelo, es una referencia en la divulgación de este sector. Otra es Silvia Carré, que tiene una historia interesante: pasó de tener pánico a subirse a un avión a convertirse en piloto de acrobacia. Un tercer ejemplo de método para perder el miedo a volar es el curso de Binter, las líneas aéreas de Canarias. Conozco los tres métodos. Son personas buenas, pacientes, entrañables y qué mejor que estar en sus manos para que el miedo a volar deje de ser un impedimento.
Viajar es también vivir y les recomiendo que no renuncien a una parte bonita de esta vida: ver el mundo desde las alturas es un regalo incluido en cualquier viaje en avión.
Miren por la ventana, por favor.