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La fallida historia de Summit Series, la hoguera de las vanidades de Silicon Valley

El éxito y caída de cuatro jóvenes emprendedores californianos que quisieron volar demasiado cerca del sol.

En los años de la crisis financiera de 2008, comenzó a solidificarse en Silicon Valley un pensamiento económico y social alternativo que tomó el nombre de economía colaborativa. La idea era que todos pudieran poner en común sus recursos y ganar dinero sin la intermediación de grandes empresas o bancos. Así surgieron Uber o Airbnb, que pronto se convertirían en gigantes globales. Del mismo caldo de cultivo nacieron las Summit Series, unos encuentros por invitación donde combinar negocios, hedonismo y utopía.

El primero de estos eventos tuvo lugar en 2008, sobre la nieve de Park City, en el estado estadounidense de Utah; los organizadores eran cuatro veinteañeros que encarnaban a la perfección las ilusiones californianas. Elliott Bisnow, Brett Leve, Jeff Rosenthal y Jeremy Schwartz entonces eran el fundador de una empresa de joyería, el editor de una newsletter inmobiliaria, un consultor energético y un músico con su propia discográfica. Apóstoles del nomadismo digital, entre el surf y el snowboard, trabajaban a distancia en Ámsterdam, Tel Aviv, Nueva York, Miami o Barcelona.

En la primera cita acudieron solo 19 personas reunidas por teléfono y todos los gastos fueron a cargo de la tarjeta de crédito de Bisnow. Sin embargo, las cosas no tardaron en mejorar. La propuesta de los cuatro, de hecho, no podía estar más en sintonía con el espíritu de la época: networking experiencial capaz de combinar las TED Talks con el Burning Man. Empezaron a asomarse peces gordos como los cofundadores de Twitter y Facebook o la heredera Ivanka Trump. La fama de estas reuniones elitistas donde ‘nacían ideas’ entre pistas de esquí, cruceros, jacuzzis y sueños lúcidos, se difundió rápidamente.

Hay que decir que mucho antes de que el mundo, especialmente el que gira en torno a los conceptos de startups, smart working y crecimiento personal, se entregara a la santísima trinidad formada por el yoga, la energía y el aguacate, este tipo de iniciativas siempre habían resultado fértiles en California: desde el Verano del Amor en los años 60 —alguien recordará el campamento místico donde Don Draper, el protagonista de MadMan, concibió el icónico anuncio ‘hippie’ de CocaCola— hasta el propio Burning Man, nacido en San Francisco, antes de instalarse en el desierto de Nevada.

Sin embargo, la nueva generación de jóvenes millonarios tecnológicos de los años 10 quería distanciarse de sus antecesores: menos ostentación del lujo y más enriquecimiento espiritual, conexiones y propósito, o Ikigai, para los amantes de lo exótico. Es en este contexto que los cuatro chavales de Summit triunfan a base de grandes y pequeños eventos, a medio camino entre convenciones y megafiestas, rigurosamente reservadas a la crème de la crème mundial, compuesta por celebridades, líderes de opinión, multimillonarios y políticos de primer nivel.

Entre otros, a lo largo de los años participaron Elon Musk, Bill Clinton, Harrison Ford, Erin Brockovich, Quentin Tarantino, Jane Fonda, Marie Konda, Malcolm Gladwell o Jeff Bezos. Para ayudar a sus adinerados clientes a encontrar una mejor versión de sí mismos, Summit nunca reparó en gastos, contratando artistas internacionales y chefs galardonados. El éxito parecía no tener techo.

En 2013, Bisnow, Leve, Rosenthal y Schwartz, quienes en 2022 publicaron un libro con el significativo título ‘Make No Small Plans‘, decidieron que era hora de pensar aún más a lo grande. Conocieron al inversionista Greg Mauro, quien les convenció de gastar 40 millones de dólares en la compra de una montaña, con el objetivo de transformarla en la sede permanente de las Summit Series: una especie de monte Olimpo para la generación destinada a cambiar el mundo.

Después de un evento en Lake Tahoe, los cuatro alquilaron un Boeing 737 y volaron junto con 60 de sus seleccionados clientes desde el norte de California hasta un pequeño aeropuerto en Utah, donde los esperaba una flota de 30 coches de alquiler para subir hasta la cima de Powder Mountain. Allí expusieron su visión. Cualquiera que les ayudara a comprar la montaña recibiría una parcela y la promesa de devolverle pronto el dinero. Con ‘amigos’ como Richard Branson de Virgin, la recaudación de fondos no fue un problema.

El plan para la fundación de la ciudad ideal sobre más de 4.000 hectáreas cubiertas de nieve era muy ambicioso. Preveía la construcción de 500 viviendas unifamiliares sin jardín y con una superficie máxima de 400 metros cuadrados, nada que ver con las enormes mansiones que abarrotan otras estaciones de esquí de EE.UU. El proyecto también incluía un centro de ciencias, un espacio para convenciones, una sede para el Instituto de la Paz de los Estados Unidos, un campus para una universidad en línea, una escuela Montessori, un centro de medicina alternativa e invernaderos tecnológicos, así como tiendas, hoteles y restaurantes.

Cuando se supo que los jóvenes fundadores de las exitosas Summit Series habían comprado una estación de esquí en declive en Utah, la sensación fue notable: «Lo que Tesla le hizo a los coches», dijo Bisnow a un reportero del New York Times en 2015, «¡lo haremos a las ciudades!». También hubo cierto escepticismo: «Cuatro jóvenes fundadores acaban de gastarse 40 millones en una montaña para montar fiestas», escribió Business Insider, mientras que el Financial Times rebautizó el proyecto «Davos for Dudes«.

Diez años después, solo se ha construido el 10% de las viviendas previstas y casi nada más. Las dificultades fueron numerosas. En primer lugar, llevar todas estas infraestructuras a más de 3.000 metros de altura resultó ser más complicado de lo esperado, tanto que solo se organizó un gran evento en Powder Mountain, una pesadilla por la dificultad de albergar a tanta gente muy bien acostumbrada en un lugar tan inaccesible. Con el tiempo, además, surgieron varios desacuerdos con los locales, en su mayoría mormones, quienes no recibieron con agrado la llegada de todos estos ambiciosos millonarios juerguistas en la quietud de su montaña.

También aparecieron diferencias entre los socios y, en general, la falta de experiencia en el sector inmobiliario se hizo evidente de inmediato. No faltaron las disputas legales, en particular, con un grupo de inversionistas chinos que buscaban la tarjeta de residencia en los Estados Unidos. La pandemia, los consiguientes retrasos y la subida de los precios fueron el golpe de gracia.

A principios de 2023, los empresarios incluyeron en la Junta Directiva al cofundador de Netflix, Reed Hastings, de 62 años, frecuentador de Powder Mountain y gran amante de su naturaleza abrupta e inaccesible. Hoy el proyecto ha cambiado y la que tenía que ser la ciudad ideal donde imaginar el mundo del futuro se convertirá en otra especulación inmobiliaria para millonarios.

Mientras la era de la omnipotencia de Silicon Valley parece estar llegando a su fin, con quiebras bancarias, criptoinviernos y oleadas de despidos, es inevitable pensar en Powder Mountain como la metáfora perfecta del opaco desenlace de la utopía californiana, donde el idealismo y el buen rollo parecían más importante que un sólido plan de negocios.