Si tuviera que escoger el año más feliz de mi vida, quizá sería 2009. Ahí estaría, peleando con 2002 y 2005, pero creo que 2009 se impondría. Tal es así, que lo llevo tatuado en mi tobillo derecho, en lo que un día un buen amigo de mi hermano a quien mando un abrazo definió como “ese tatuaje que parece una mancha de grasa de la bici”. Así de humillante. Pero 2009 fue para mí un año de descubrimiento, celebración y mucha amistad. Fue el año en que, acompañado por cuatro personas estelares, estudiamos un año en Guadalajara (México). Tiempos y anécdotas que jamás olvidaré.
Como lo que se conoce ya como “El día de las lenguas de vaca”. He visto pocos países tan acogedores como el azteca. Conoces rápidamente a gente y no sólo eso, sino que pronto intimas y te invitan a su casa para presentarte a sus familias. Pasó, por ejemplo, con Jenny, una local que hacía de mentora con nosotros y que pronto nos invitó a su chozón. Ahí nos esperaba toda la familia para agasajarnos con sus mejores galas y alimentos. El plato estrella: una bandeja repleta de lenguas de vaca. Una docena de lenguas, como el logo de los Rolling, plantadas sobre el plato, con sus papilas y rugosidad a la vista.
Cuando a uno le invitan, siempre intenta quedar bien, aunque mis compañeras se tiraron pronto del barco. Empecé a recibir codazos, pataditas, susurros que me decían: “Kerman, te las comes tú”. Como buen imbécil que soy, decidí entregarme a la causa e inmolarme por todos, sólo para que no quedásemos mal dejándolo todo sin comer. Quise ser un héroe para el grupo, pero acabé siendo un monigote. Rápidamente, vi que había una fuente de chiles habaneros (los más picantes de todos) junto a las lenguas, y mi estrategia para comer un puñado de lenguas fue mezclar cada una de ellas con uno de esos chiles.
La cosa empezó bien, pero, de pronto, me puse blanco y, con unos sudores fríos terribles, tuve un vahído, justo cuando sujetaba la fuente, que acabó rodando por la mesa, con todos los chiles desparramados y el jugo por todas partes. Me dieron leche, servilletas frías, abanicos… Y al final todo pasó, aunque las consecuencias internas siguieron sintiéndose en forma de fuego hasta tres días después. Ya no hubo que comer más lenguas, pero quedó más de manifiesto que nunca que a todos nos daba bastante asco el plato, lo que a la postre fue peor.
Ese fatídico día que rememoro cada año me recuerda que está bien entregarse por el equipo, pero sólo cuando uno está convencido de querer hacerlo. Si no las tienes todas contigo, si te obligan a hacer algo que no quieres, siempre va a terminar saliendo fatal. Hace catorce años que no como chiles habaneros… Tuve más que suficiente con “El día de las lenguas de vaca”.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.