Opinión Andrés Rodríguez

Milonga sentimental del disco Tubular Bells

La melodía de Tubular Bells, que el pasado 25 de mayo cumplió cincuenta años publicada, resuena en mi cabeza y la memoria audiovisual la asocia al sonido mecánico del carro de diapositivas sacando una filmina y dando paso a la siguiente.
Mike Olfield y su mega éxito tubular.

En una galaxia lejana, cuando el que escribe tenía 7 años, una melodía instrumental se nos instaló en las meninges como los chicles mascados que se pegaban al zapato y no te dejaban andar en aquel Madrid gris de los grises.
Noche de invierno. Mariano Almorox, amigo del otro lado de la M30 en aquel Barrio de la Concepción que hasta que no lo filmó Almodovar en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? no nos dimos cuenta de que molaba, era el que preparaba el carro de diapositivas.

La melodía de Tubular Bells, que el pasado 25 de mayo cumplió cincuenta años publicada, resuena en mi cabeza y la memoria audiovisual la asocia al sonido mecánico del carro de diapositivas sacando una filmina y dando paso a la siguiente.

Tener cámara de fotos en la España de los setenta ya era ser alguien. Los que lo conseguían empezaban con la Olympus, ninguno podíamos pagarnos la Nikon F2 de los foto periodistas. La palabra que al pronunciarla te convertía en experto en fotografía era “Reflex”. ¡Que nadie se confunda con el antiinflamatorio para los tirones!

Las chicas que querían salir con un chico con cámara reflex eran las intelectuales, las que de verdad molaban. No había dinero para pagar los carretes, así que se disparaban diapositivas. Los curas las llamaban filminas que era lo mismo, pero a lo finolis; para mí y los colegas eran diapos. Ir a comprar carretes a Fotoprix o al Rastro era ya un acontecimiento. Quedabas para ir a comprar carretes. Quedabas para ir a recoger el revelado. Lo importante era quedar. Era no quedarse en casa.

Siempre pedíamos el Kodak Ektachrome, una película complicada por sus colores, pero que al menos podíamos pagarnos vendiendo papel de periódicos al peso, haciendo encuestas falsas o colocando de portal en portal, de puerta en puerta, pestilentes ambientadores de pino. Cuando en el laboratorio te daban tu cajita de plástico roja o negra, con su tapa traslúcida, y tus 36 diapos, la felicidad era muy parecida a ese segundo beso, al primero todos sabemos que nadie lo iguala.

La melodía compuesta en compas de 15 x 8 por el teenager Mike Oldfield para Tubular Bells fue la banda sonora de tantas y tantas noches frente al proyector que nos prestaba el colegio para que los colegas nos proyectasen la subida al Almanzor (2591 m), el viaje a Cuerda Larga (2381 m) o, los mayores, su escalada de Pirineos (Aneto 3404 m).

La montaña molaba tanto como el rock urbano. Juntar a Leño con el piolet y los crampones era lo normal. Y Tubular Bells, pirateado en el casete, sin ninguna sincronización, te hacía sentir director de cine, alpinista y titiritero. El tipo que proyectaba era el único protagonista, los demás entre la oscuridad del grupo, aprovechábamos para el roce, las manitas, el beso furtivo y poco más porque nos vigilábamos entre nosotros en una auto presión voraz que nos hizo vivir con culpa y pacatería cuando A vivir que son dos días no era aún un programa de radio. Hoy Javier del Pino dijo en su programa que sabía tocar al piano todo el disco completo.

Cuatro circunstancias cruzadas y la osadía de dos personalidades fuertes sin nada que perder, en colisión, provocaron el éxito planetario de Tubular Bells. La primera fue, claro, la composición de la obra a manos de un adolescente multi instrumentista que debió cruzarse con la melodía y decidió juguetear con ella a contracorriente y la grabó con la entrada gradual de una serie de instrumentos que la mayoría ni siquiera conocíamos que existieran. Reconocer los instrumentos y cómo iban entrando poco a poco se convirtió en juego en aquellas tardes eternas de domingo.

El segundo argumento es que la canción duraba 25,30 minutos en la cara uno (lo máximo que un disco de vinilo puede incluir) y 23.20 en la cara B (para muchos mejor que la primera). Ninguno habíamos escuchado algo así. Pero… ¿era tan sólo una única canción? ¿Es Tubular Bells un disco con dos canciones? O es otra cosa. Se trata de una pieza de casi 59 minutos que los condicionantes técnicos del vinilo obligaron a partir en dos. No cabía más por cara.

La tercera causa del éxito fue el encuentro entre Richard Branson (72 años), mercachifle y buscavidas, y Oldfield. Branson, que el 1 de agosto inaugurará en Deia su nuevo hotel -Son Bunyola- tras haber vendido La Residencia, crea para este disco una compañía discográfica nueva, Virgin Records, y en vez de comenzar editando discos de punk y nueva ola inglesa, arranca con Bells.

Y la cuarta y definitiva, es cuando Branson decide que la distribución de Virgin será por catálogo. No le quedaba otra, no tenía pasta para crear su propia distribuidora, y las discográficas multinacionales no le habrían repartido el disco porque no podía sonar en la radio. Hasta entonces la radio era el gran prescriptor de venta musical. Branson cambia todo aquello. Aquella idea rupturista de venta por catálogo de Branson fue adaptada con mucho éxito por los hermanos Cañil en Discoplay. Sin la venta por catálogo de Discoplay la movida en provincias no habría existido.

El impulso definitivo llega cuando Branson convence a William Peter Blatty, director de El Exorcista (1973), que incluya Tubular Bells como banda sonora de la película. En esto también fue Branson un pionero. Es curioso porque para mí la escucha del disco me traslada a las proyecciones de escalada de mis amigos, pero si vuelves a ver El Exorcista es difícil dejar de asociarla al diablo y a sus entretenimientos. La canción tuvo que ser recortada a 3.28 minutos y llegó a publicarse en un disco sencillo. ¿A dónde viajas tú cuando escuchas la melodía de Tubular Bells?

Michael Gordon Oldfield tiene 70 años, no muchos porque empezó muy joven, y dice haberse retirado. En Ibiza todavía se acuerdan de él. Compró una casa en Es Cubells y se dedicó a la espiritualidad y a alguna que otra droga. En la portada de Voyager (1996), su décimo sexto disco, se fotografió a lo Orzowei con la isla de Es Vedrá al fondo.

Se marchó de la pitiusa cuando se asustó al pegarse una castaña en su Mercedes contra un árbol de la vereda. El destino fue Mallorca, ya se sabe más tranquilo, donde se instaló Bunyola y desde allí publicó una remezcla de Tubular Bells, supongo que para hacer caja. ¿Es casual que Branson abra el hotel en la misma zona en la que vivió Oldfield? No sabemos. Lo que sí sabemos es que Nacho Cano (59) quedó fuertemente impresionado por Oldfield no solo por la inspiración en su himno navideño La Fuerza del Destino sino por su residencia en Ibiza. Oldfield que no leerá este artículo, pero al que le pasarán el resumen de prensa de los 50 años del Tubular Bells en un Wetransfer que no sabemos si abrirá. Vive en Nassau, se ha casado cuatro veces y ha tenido siete hijos, pero uno falleció por causa natural.

La portada del disco fue diseñada por Trevor Key sobre una idea de Oldfield tras abollar las campanas tubulares que suenan en el disco, y está inspirada en la obra Castillo en los Pirineos de Magritte. Cuentan que ha vendido 18 millones de copias, muchas de ellas en cinta de casete, y alguna más porque yo acabo de comprarlo porque en alguna mudanza debí perderlo.

Lo grabó Branson en su estudio en el campo en Oxfordshire, tenía 23 años e invitó a Oldfield a experimentar. Los más de 20 instrumentos, cuerda, viento, percusión y electrónicos los toca todos Oldfield. Los más raros: un órgano Lowrey, un golkenspell, el flageolet, un órgano farfisa o las campanas tubulares que dan título al álbum son de hacérselo mirar. El álbum se instaló cinco años seguidos en la lista de los más vendidos del Reino Unido. La segunda parte se editó en 1992 y la tercera (ya estábamos bastantes hartos de las secuelas) en 1998. Pronto en los cines un documental sobre la hazaña, aunque yo lo que querría es regresar a aquel momento en el que Mariano daba orden de apagar, y la daba a la tecla de casete y empezaba la primera diapo.

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