La vida de George Lois es de portada, de portada de revista. Al menos para mí, y también lo fue para Glenn D. Lowry, director del MOMA, que en 2008 decidió incluir 32 de sus portadas en la colección permanente. ¡Diablos! ¿Cuándo un portadista tuvo opción de ser considerado artista? Lois pulverizó ese prejuicio y muchos otros. Porque fue mi maestro y porque de él aprendí los atajos para hacer de una portada un cartel, es suficiente para dedicarle esta columna. Por eso lo invité a venir a Madrid hace doce años. Me pidió 6.000 euros por venir, dos billetes en business, para él y su mujer Rosemary y que le enseñase Madrid, y aunque la cantidad era altísima para un pequeño editor, no lo dudé ni un momento. El cariño, la atención y el amor con el que Lois cuidó de su esposa, con dificultades de movilidad ya entonces, a la que conoció en la Pratt University en Brooklyn, me mostró que la persona y el personaje viajaban siempre juntos. Desde entonces nos hicimos buenos amigos.
Lois y Rosemary Lewandowski Lois vivieron juntos 71 años. Su unión lo fue aun mayor desde que uno de sus dos hijos, Harry Joseph Lois, falleciese a la edad de 20 años. George Lois apenas sobrevivió a su amada Rosemary dos meses más. Murió de pena. La causa de la muerte no ha sido confirmada. El titular para su obituario podría haber sido: “Fallece el mas conocido de los directores de arte de la calle Madison, la calle de la publicidad en Estados Unidos”, aunque Lois siempre juró que Mad Men no estaba basada en su vida y a mí me dijo que siempre lo negaría porque a él no le habían pagado nada por la serie.
Como publicitario siempre tiró de irreverencia. Fundó varias agencias (Papert Koening Lois, Lois Holland Callaway, Lois/EJL) y fichó por otras tantas (Creamer/FSR) pero recaló finalmente en una consultoría con su hijo llamada Good Karma Creative y fue admitido, como no, en el Art Directors Hall of Fame. En 2016 donó todo su archivo al Ayuntamiento de Nueva York. Merece la pena recuperar la que campaña de televisión para Xerox, en la que un chimpancé demostraba lo fácil que era usar una fotocopiadora. Su enseñanza más viva para mí es esta: “La publicidad es como un gas venenoso”.
Era un cabezota de libro. Muchos de sus colegas le tenían por un bocazas y algo que no está muy bien visto en la profesión: era un excesivo vendedor… de sí mismo. Hay una regla de oro en la creatividad publicitaria: un genio debe ser humilde. Pero para Lois su idea era siempre la mejor y si no lo era él te lo vendía así. “Yo intentaba hacerles ricos, así que no paraba hasta que los convencía”, justificaba. No siempre fue cierto, pero lo fue muchas veces. La manera en la que dio a conocer a Tommy Hilfiger en 1985 es historia de la publicidad. A Lois se le ocurrió colocar un cartel en Times Square basado en el célebre juego de “el ahorcado” en el que el jugador tenía que rellenar las letras que faltaban en una palabra.
“Los 4 diseñadores de moda masculina más conocidos son: y ahí el paseante tenía que rellanar entre cuatro, Ralph Lauren, Perry Elis, Calvin Klein y… un entonces desconocido Tommy Hilfiger”. El anuncio no nombraba a ninguno de los cuatro. Haberlo hecho habría desatado un remolino de contratos, celos y demandas. Suya es también la campaña de lanzamiento de la MTV. Mick Jagger, Pat Benatar o Pete Townshend aparecían gritando el eslogan en el anuncio. Me olvide preguntar a Lois si Jagger cobró por ello o se garantizo una buen campaña de pases en su siguiente lanzamiento. ¿Te acuerdas de Sting cantando I want my MTV en el megahit Money For Nothing de Dire Straits? Imposible resumir en un solo artículo la huella del gigantón George Lois.
Aún sonrío cuando me acuerdo de Lois contándome delante de un plato de jamón en el Landó cómo se inventó la mejor portada de revista de la historia: Muhammad Ali asaeteado como San Sebastián. “Todo el mundo criticaba a Alí porque no había querido ir a Vietnam. Lo imaginé como un mártir. Le querían quitar los títulos. Descolgué el teléfono y le dije, -‘Muhammad quiero sacarte en la portada atravesado por flechas como a San Sebastián’. Se quedó callado unos segundos, y me contestó…’Pero George, soy musulmán, cómo voy a hacerme una foto como un santo católico’… Bah eso son tonterías Alí, le contesté”.
Conviene subrayar que Lois usaba para sus portadas fotógrafos publicitarios, acostumbrados a disparar campañas, no contrataba de retratistas, ni tampoco de fotoperiodistas. El periodismo no era su lenguaje. Su abecedario era publicitario y esa fue la chispa que encendió la bengala. Eso lo cambió todo.
La plancha de contactos de la sesión de Carl Fisher para la portada es un gran documento. Ali, aparece como siempre, intentando hacer reír a todos. Golpeaba como una avispa y bailaba como una mariposa, pero era un payaso y, como Lois, un bocazas.
No hace falta que le recuerde al lector que los ordenadores no se habían inventado, así que el Photoshop estaba en los cuernos de la luna. Todas y cada una de las flechas del cuerpo de Alí estaban pegadas. Me costó varios años y algunos cientos de dólares procurarme un ejemplar original de la revista, pero lo tengo bien enmarcado y así presumo en casa un pedacito de MOMA. Mucho más fácil me resultó conseguir un original de la portada de Andy Warhol sumergido en una lata de tomate Campbell. “Hubo gente que pensó que estaba diciendo que la fama de Warhol le estaba devorando, otros que dijeron que era una celebración del arte pop… cada uno que piense lo que quiera”, contaba Lois.
Recuerdo cómo presumí en la torre Hearst (300 W 57th St ) en Nueva York de mi amistad con Lois, y cómo me sorprendió ver en David Granger, el director de Esquire durante años dos décadas, una mueca de desaprobación. Me quedé estupefacto y tardé en comprender el porqué. Lois era un tocapelotas. Y de los buenos. Firmó el arte de las portadas de Esquire en Estados Unidos entre 1962 y 1972, y consiguió ese trabajo porque su editor John Veronis (aún Hearst no la había rescatado de la bancarrota) no sabía cómo vender más revistas y se le ocurrió acudir a un creativo publicitario.
El primer encargo fue una campaña publicitaria para la revista, pero pronto Lois se ofreció a dirigir el arte de las portadas, y de ahí pasó a dirigir “de facto” la revista. Lo primero que encontró Lois es que las portadas las decidían entre todos. ¡Basta! “Aquí tiene que mandar uno”, me contaba. “Si acepto el trabajo soy el que manda”. No muy convencidos le dejaron probar. Lois cambió la historia de las revistas y trabajó esos diez años como freelance. Esquire nunca lo contrató en plantilla. Así que quítate de la cabeza que si no te contratan no puedes cambiar el mundo.
En las siguientes décadas nunca desaprovechó la ocasión para criticar la revista y decir que las portadas eran una porquería. Por eso en Hearst estaban un poco hasta el gorro de Mr. Lois. Pero George tenía razón, aunque con frecuencia la perdía por su carácter irascible. Las portadas de Granger y su director de arte (2005-2016), David Curcurito parecían renunciar al segundo mandamiento del matrimonio entre un portadista y un editor: sorprenderás a tu padre (los lectores) y a tu madre (tus anunciantes).
En más de 20 años como director de revistas y en 15 como editor he elegido más de mil portadas. ¿Mi técnica? No las apruebo si mis tripas no dan luz verde. Si el estómago ruge entonces pasan a que el cerebro las revise. Si dudo, y no exagero, me pregunto. ¿Qué diría George Lois?
Cuando Lois vino a Madrid aún teníamos la redacción en la calle Almirante. La primera regla de un editor es que la redacción siempre tiene que estar en un lugar magnético. Editamos energía, empaquetamos humo, cuidamos de algo etéreo como la comunicación, cultivamos ideas y la periferia se come la magia, la entristece, te deja los genitales tontos. En aquella calle Almirante, sobre las resacas del Toni 2, parece que estoy viendo a Lois gritarme mientras levantaba el puño… “Andreas, Andreas, I love this cover”. Se la había encontrado en el baño, enmarcada. Era una portada de Esquire mayo de 2010 con Nelson Mandela, vestido de raya diplomática y el puño en alto, cerrado, en señal de victoria. La elegimos mi compañero Daniel Entrialgo y yo para contar el Mundial de Sudáfrica, tan solo tres letras aparecían en la portada: “Gol”. Aquellas tres letras le gritaban al lector la victoria de Mandela contra el apartheid y lo que nunca imaginábamos, que Andrés Iniesta nos daría la gloria.
Tampoco puedo olvidar a Lois aquellos días contándome cómo convenció en 1976 a Bob Dylan para que lo acompañase a ver al púgil Rubin Carter, acusado de un asesinato que no cometió. Dylan decidió escribir aquella injusticia en una canción. Hurricane con sus 8.33 minutos de duración es historia de este siglo. Lois estuvo detrás.
Su bibliografía es digna de tu biblioteca. Presumo de tenerla completa excepto el libro que dedica a su colección de arte The Art of Collecting Art, que cuesta 170 machacantes. Son fáciles y no muy caros de conseguir: Damn Good Advice (2012), George Lois on His Creation of the Big Idea (2008), $ellebrity (2003) y The Art of Advertising (1977). Parece mentira que un volcán creativo como él, iconoclasta, polémico, egocéntrico y buen jugador de baloncesto sea hoy para todo solo recuerdo y hemeroteca. Para mí está vivo y bien cerquita.