Opinión Eugenio Mallol

El ‘Gran Hermano’ se hace más grande

La amenaza para los derechos humanos se dispara ante las cada vez mayores posibilidades de cruzar información entre sistemas.
Computer vision and artificial intelligence and biometric facial identification.

Hace cinco años, el periodista de la BBC John Sudworth entregó su retrato a la policía y se diluyó por las calles de la populosa ciudad china de Guiyang, con más de cuatro millones de habitantes. No llevaba encima ningún dispositivo conectado, ¿cuánto tardarían las cámaras de reconocimiento facial de la empresa Dahua en encontrarlo? No mucho, la verdad, apenas siete minutos.

Aquel hito dio la vuelta al mundo y ayudó a Dahua a penetrar en nuestras sociedades. En España, sus ojos digitales se han apostado en la cola del supermercado e incluso en el hospital de campaña de Ifema durante lo peor del Covid-19. Pero la anécdota resuena hoy en el sector tecnológico como un entretenimiento para no iniciados, un cuento de veteranos.

El informe del Alto Comisionado de Naciones Unidas para Derechos Humanos titulado El derecho a la privacidad en la era digital, de reciente aparición, dedica un apartado a la vigilancia del sector público, “masiva en algunas ocasiones”. Expone datos elocuentes: en 2021, se alcanzaron los 1.000 millones de cámaras en espacios públicos, con una densidad de entre 39 y 115 dispositivos por cada 1.000 habitantes en las diez ciudades más observadas del mundo… descontadas las chinas, claro, allí se calcula que son 372 cámaras de media.

El problema es que la videovigilancia se ha vuelto mucho más compleja de lo que era en los viejos tiempos del experimento Sudworth. Hoy hay compañías privadas dotadas de sistemas capaces de notificar incidencias a las autoridades de forma autónoma y de dar acceso a sus datos, lo que multiplica los tentáculos del Gran Hermano. Si en 2010 apenas se analizaba el 2% de las imágenes, ahora se supera ampliamente el 50% gracias a la inteligencia artificial y al big data, con apoyos insospechados como los que proporcionan los drones vía aérea y los satélites desde el espacio.

Para determinar el top10 de ciudades más videovigiladas del mundo, la ONU da por buenos los datos de la consultora IHS Markit, según los cuales el 54% de las cámaras del mundo se encuentran en China y fuera de ese paraíso del ‘amor tirano voyeur’, parafraseando a Góngora, la cosa se reparte entre las democracias consolidadas y las nada-más-lejos-de-esa-realidad: cuatro ciudades de India, ocupan los primeros puestos, seguidas de Singapur, Moscú (obviamente), Bagdad, Londres, San Petersburgo y Los Ángeles.

Madrid ocupa una nada desdeñable 21 posición entre las ciudades no chinas, con 4,06 cámaras por cada 1.000 habitantes, y en el puesto 32 encontramos a Barcelona con 2,35. No obstante, llama la atención que una de las conclusiones del informe de IHS Markit sea que la correlación entre el número de dispositivos de observación y el índice de criminalidad o de seguridad en las calles resulta verdaderamente “pequeña”.

Ahí es donde los entornos se desenfocan. En el diseño tecnológico de proyectos de smart city como la Almendra Central de Madrid se introdujeron criterios de evaluación de género, que permitían conocer el sexo de quien conduce el vehículo. El objetivo era usar esa información para plantear políticas favorables a la inclusión, pero el equilibrio no es sencillo y tiene una incidencia directa en la privacidad de las personas. “Datos aparentemente anonimizados se pueden desanonimizar”, advierte el informe de la ONU con razón.

Es conocido el nivel de sofisticación de los sistemas de identificación biométrica que usa Israel en las colas de acceso al país apelando a razones de seguridad. Ya no es solo el rostro, el iris, los latidos del corazón o el ADN, también nuestra forma de caminar o de girar la cabeza sirve para identificarnos. Bien lo saben las compañías que diseñan los futuros dispositivos del metaverso.

La amenaza para los derechos humanos se dispara ante las cada vez mayores posibilidades de cruzar información entre sistemas, incluidos los que procesan nuestra actividad online, ya sea en las redes sociales o en plataformas profesionales construidas sobre sistemas de comunicación de acceso público, con ayuda de una inteligencia artificial cada vez más poderosa.

La lista de más de 50.000 móviles infectados con el sistema de espionaje vía móvil Pegasus incluía a 189 periodistas, 85 defensores de los derechos humanos y más de 600 políticos y funcionarios gubernamentales, además de jueces, abogados, médicos, líderes sindicales y académicos.

Nombre, edad, fotos y plantillas digitales relacionadas, dirección, post en redes sociales y reacciones a las publicaciones de otras personas, contactos sociales y profesionales y redes asociadas, datos de localización, intereses, orientación sexual, identificación de género, afiliación y actividades políticas, creencias religiosas, e información de salud… el volumen de datos susceptibles de ser recopilados es enorme. La sociedad debe exigir responsabilidad a los gestores públicos, porque su actividad, lo que hagan con el oro precioso de los datos, sí merece ser vigilada.

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