Opinión Andrés Rodríguez

En casa con William Klein

Klein me abrió la puerta de su apartamento tras unos minutos que me parecieron eternos e intenté disimular el veloz latido del corazón del periodista que había perdido objetividad alguna.
William Klein en 1968.

«Me quedé en París por las mujeres». William Klein, el fotógrafo grandullón, con el pie vendado como si la gota lo maltratase, arrastrando su hinchazón por su apartamento en París, sonreía al recordar el final de la Segunda Guerra Mundial en la ciudad de la luz.

“Iba en bici de un lado para otro fotografiando soldados”. La memoria lo anclaba en 1948, pero aquella conversación tuvo lugar en su apartamento parisino en 2011. Para conseguir la cita tiré de dos contactos cercanos, el primero de Glenda Bailey, la astuta directora de la edición americana de Harpers Bazaar durante 19 años a la que más de un chofer había visto en pelotas en la parte de atrás del Mercedes negro durante la Milan Fashion Week para cambiar de look antes de entrar en cada sfilata.

En aquellos días Bailey había contratado a Klein de nuevo cuando ya la industria de la moda se había olvidado de él. Pedí permiso a Glenda para escribir de su parte y me remitieron al segundo contacto, la recién fundada galería parisina Polka, entonces también representante de fotógrafos, y no hace mucho editora de revistas. Klein me abrió la puerta de su apartamento tras unos minutos que me parecieron eternos e intenté disimular el veloz latido del corazón del periodista que había perdido objetividad alguna.

No he revisado para escribir esta columna la grabación original de la entrevista, pero tengo el recuerdo fresco de haberme llevado una tremenda sensación de abandono, casi de indigencia. Klein me produjo un poco de pena hasta que su locuacidad nos transportó a otro lugar. La casa era luminosa, atiborrada de libros, revistas y cachivaches sin orden alguno, sería media mañana.

Me habría gustado entrevistar al gato persa cuyos bigotes podrían haber olisqueado por la casa a todo el star system de la moda y la publicidad internacional. Klein vivía solo, me pareció un anciano triste por su falta de movilidad, imagino que lo cuidaba su hijo, aunque bien mirado quizá lo pille a contrapié porque después de aquello viajó y supervisó exposiciones, algunas clausuró hace tres días su última retrospectiva, titulada YES.

“Cuando me quedé en París (Klein había luchado con el ejército norteamericano en la Segunda Guerra Mundial) solo tenía una bicicleta. Y como no tenía cómo ganarme la vida, pensé que podría sacar algo de dinero fotografiando soldados y sus novias francesas. Vi en una tienda un anuncio en un corcho que vendía una cámara de segunda mano. ¿Sabes quién vendía la cámara?”. A pesar de su pelo ralo, y su barba de clochard, sus ojos azul Formentera se encendieron: “Cartier Bresson me vendió su Leica de segunda mano. Esa fue mi primera cámara”. ¿La conservas? “¡Qué va!”, dijo.

Los cronistas dicen que Klein, nacido en 1928 en la esquina entre la Quinta Avenida y la calle 110 y fallecido el pasado sábado en París, dio lo mejor de sí cuando lo pasó peor, y podría ser cierto. A mí me gusta más el fotoperiodista, el cineasta que grabó en un documental a Muhammad Ali, y el grafista, aquel que introdujo la fotografía testimonial en las producciones de moda.

Seguidor de las películas de Fritz Lang y del fotoperiodismo de Walker Evans, su mentor fue Alexander Liberman, el director de arte que le dio a Vogue su primera pátina artística -hasta entonces a las revistas femeninas sobre moda les interesaban más los patrones y los diseños que los diseñadores- fue el verdadero impulsor de su carrera, rescatando a Klein de París para darle trabajo en su ciudad natal.

Su producción es ingente, disparó imágenes durante más de sesenta años, fue pionero en la construcción de marca para ciudades y lo hizo en Roma (1958), Moscú (1964) y Tokio (1964) y desde luego en Nueva York -el libro Life is Good and Good for You in New York: Trance Witness Rebels (1956) es el libro de fotografía que cualquier que quiera iniciarse debe empezar, nada de comprar primero un libro de retratos de actores famosos.

El libro no fue publicado en Nueva York, sino en París, donde a Klein le pareció que tendría más legitimidad. Tan sólo el diseño de su portada puede encender vocaciones en el grafismo editorial. “Cuando empecé a hacer fotos en Nueva York para el libro nadie fotografiaba a la gente normal. Y, desde luego, nadie se acercaba tanto pero es con la Leica o te acercabas o no había foto”.  

Cuando Federico Fellini vio el trabajo de Klein en Nueva York lo llamó para ofrecerle ser su asistente en su película Roma. Si estás interesado en su portafolio audiovisual merece la pena bucear entre los más de 250 comerciales que hizo para televisión.

De la conversación conservo fresca la historia que hay detrás de su fotografía más famosa, la del niño apuntando al fotógrafo con la pistola titulada Gun 1, 103 street (Pistola 1 en la calle 103 en Manhattan) disparada en 1954. En la plancha de contactos que me enseñó en uno de sus libros el disparo fotográfico anterior y posterior eran del niño riendo, jugando. La magia de la fotografía hizo de esta imagen un poderoso alegato contra la violencia en manos infantiles.

Aún hoy recuerdo que en el vuelo Madrid-París pagué sobrepeso a la ida, cargado con cinco de sus libros.

¡Pocas cosas pesan más que un libro de fotografía! Y pagué el doble de sobrepeso a la vuelta porque, además de las publicaciones firmadas que conservo con cariño en la biblioteca, rompí el cerdito y me regalé una de sus fotos: una plancha de contactos ampliada de una corrida de toros en Nimes, pintada -porque Klein primero fue pintor antes de fotógrafo- con sus famosos brochazos rojos. Siempre me he preguntado si Klein entendería la corrida cuando la fotografió o, como tantos reporteros, fijaría su mirada en el traje de luces, la plasticidad de la fiesta, la sangre y la muerte. Cada vez que regreso a los brochazos rojos de su plancha de contactos taurina pienso en la sangre del animal. ¡Qué animal soy!

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