Opinión Beatriz Magro

Mi viaje al NOMA

Una ventana al futuro, un homenaje a la tierra, un deleite para los sentidos, una vivencia irrepetible.

En Copenhague no hay apenas taxis, así que llegamos al NOMA, el mejor restaurante del mundo, en autobús. Parecía el prólogo de todo lo que vendría después, que fue una oda a los contrastes, un homenaje a la tierra, a la sencillez y, en resumidas cuentas, la experiencia gastronómica más espectacular de mi vida.

Cuando uno piensa en el mejor restaurante del mundo imagina rascacielos, manteles bordados, señores trajeados con smoking y guantes… pero el NOMA parece dejar este concepto como anticuado. El personal es joven, jovial y multicultural. No hay uniformes con uniformidad, pero sí hay creatividad, diversidad, colores y futuro.

La reconciliación con el campo, la sencillez y la cercanía se hacían palpables en un entorno totalmente mimetizado con lo que iba a ocurrir en mi paladar.

Había soñado durante años este momento. Cuando en el 2016 comenzaba mi aventura en el mundo de la kombucha, leía continuamente reportajes sobre el NOMA, un restaurante que da vida a la ancestral práctica de la fermentación escogiendo un Scoby, como uno de sus platos estrella, y la kombucha, como maridaje. Por esta pasión que siento hacia el mundo de los fermentados, maridar esta experiencia con la kombucha fue la guinda del pastel. Y qué bonito fue vivirlo como eso, como una experiencia a todos los niveles, porque yo más que por comer, fui al NOMA a vivir y por qué no decirlo: a crecer. Para alguien de pueblo como yo, envolverme en la sofisticación –moderna– del mejor restaurante del mundo es un viaje en sí. Un viaje que no solo enriquece mis papilas gustativas sino que expande la mente. Me hace mejor. Me alimenta no solo el cuerpo sino la creatividad, el espíritu y el alma. No soy la misma.

Aún tengo en la mente los olores, los sabores y matices de los quince pases. Entre tanta excelencia, me parecieron sensacionales el wrap de piel de pepino relleno con cebada fermentada y semillas de calabaza; la seta “Melena de León”—servida como si fuese carne—, el Scoby (simbiosis de bacterias y levaduras, o “el hongo” de la kombucha) con salsa de tomate deshidratado; la alcachofa a la barbacoa que te llenaba la boca y un huevo fermentado de color morado que además de ser bonito y vistoso estaba muy rico.

Puede que el tiempo inevitablemente vaya borrando los matices y detalles de mi mente y paladar, pero tengo la certeza de que, sobre todo, recordaré el homenaje de Redzepi a su tierra, lo que me causa una profunda emoción y con lo que, de alguna manera, me identifico.

Sí, “emoción”, porque igual que un escritor, en un acto de gran generosidad, deposita en un libro todo su aprendizaje y te lo entrega, un chef hace lo mismo con un plato. Y en este caso, los platos eran homenajes al entorno y al propio enclave porque tomamos las setas, verduras, flores y hierbas que allí mismo se cultivaban. Sencillez llevada a la excelencia.

¿Quién se atreve a honrar a su tierra? ¿A homenajearla en todos los sentidos? ¿A hacerla protagonista? ¿A presentarla para que te la comas?

El NOMA no es para todos, eso es cierto. Está reservado para aquellos que queremos degustar la vida, para los exploradores y aventureros. Los que amamos viajar y adentrarnos en otras culturas. Porque va sobre todo de eso: de llevarte al lugar con sus flores, sus olores, su sabor. Y su capacidad de sorprendernos con lo de siempre traído como nunca.

*Beatriz Magro, cofundadora de Komvida Kombucha

Artículos relacionados