Por una curiosidad más morbosa que intelectual terminé leyendo Las partículas elementales, uno de los primeros libros de Michel Houellebecq. A estas alturas –han pasado ya unas semanas– sigo tratando de asimilar tanto a la obra como al autor, del que se ha dicho de todo; tanto, que al terminar la última página uno no sabe si recomendar lo que acaba de leer, guardar silencio, santiguarse o escribir alguna estupidez.
Si está leyendo esto, ya sabe por lo que me he decantado.
A través de una de las protagonistas, el escritor francés nos cuenta lo siguiente: «Todos los hombres que he conocido tenían terror a envejecer, no paraban de pensar en su edad. Esa obsesión por la edad empieza muy pronto, la he visto en gente de veinticinco años y luego no hace más que empeorar.» Llevo mucho tiempo –¡desde los 25!– vaticinando el fin de mi propia juventud. Ahora –al borde de los 31– me doy cuenta de que he firmado el certificado oficial de defunción de los mejores años. A veces me descubro pensando que no se hace música como la de antes, que la juventud de ahora nada tiene que ver con la nuestra, que nosotros sí sabíamos divertirnos y que menudas pintas llevan ahora. En efecto, la cosa no hace más que empeorar.
Me explico. He pisado varias redacciones y departamentos de comunicación. Allá donde iba era el chaval, el niño o el joven. Sonreía en cada cumpleaños, tanto propio como ajeno, sabedor de que siempre estaría por detrás en el calendario, orgulloso de esa fecha que marcaba mi DNI.
Pero llegó un momento en que crucé esa frontera de los veinticinco y comenzó el declive. A estas edades, uno se vuelve conservador de carnes para adentro. Uno empieza a ir al gimnasio «a mantener». Acudo a las siete de la mañana a natación y algunos amigos míos, asombrados, ven el destello de una fuerza de voluntad abrumadora. La hora que marca el despertador les impide ver la realidad: madrugo para nadar tranquilamente por el carril de los lentos, es decir, el de los ancianos —y, a esa hora, los carriles lentos son todos—.
En más de una ocasión algún jubilado me ha preguntado, con cierto pudor, que si me importaba compartir carril con él. Yo le respondo que por supuesto que no hay problema, que compartamos. Un gesto benévolo que me obliga a hacer menos descansos y a esforzarme un poco más.
Comparto con los ancianos algo más que el gusto por los carriles lentos de la piscina: el gusto de leer tranquilamente el periódico los domingos por la mañana en una cafetería.
En la zona en que vivo, plagada de residencias y pisos de estudiantes, las cafeterías que primero abren están ocupadas únicamente por aquellos que aumentamos la media de edad de la zona. En ese silencio matutino nos miramos, nos reconocemos y, gracias al periódico que leemos, sabemos de qué pie cojeamos. Sin embargo, bajo este sol que ya comienza a asfixiar, los pobladores de la cafetería somos miembros de una misma manada, gacelas desayunando en una pequeña charca, atentos por si hay que huir en cuanto lleguen los depredadores, con esos tupés majestuosos, sus Nike último modelo y con esa violenta e insultante juventud que les hace caminar como si la gravedad no fuera con ellos.
Una más de Houellebecq antes de terminar. El joven es «la trampa que se cierra, el enemigo al que hay que seguir manteniendo y que nos va a sobrevivir».
Quizá haya exagerado. Cosas de la edad.
*Sergio García es periodista y director de comunicación de Grupo Mainjobs.