Opinión Kerman Romeo

Gloria y dolor

Hace tres años descubrí en Cannes que el éxito está muy cerca de lo ridículo.
Costa de Cannes. (Foto: cannes-destino.es)

Era una cálida noche de junio, justo hace tres años. Serían las cuatro de la madrugada, aproximadamente. La escena no se me olvidará jamás. Telmo Pagalday, mi compañero de trabajo en Pernod Ricard y colega de fatigas mucho más allá, caminaba conmigo por el centro de la carretera, sabiendo que el peligro acechaba en cualquier esquina en una calle desierta de las afueras de Cannes, en Francia. La escena era dantesca. Dos tipos con alguna copa de más deambulando con sus maletas a cuestas y con un León de Oro en las manos. Justo acabábamos de ser premiados en el festival de publicidad más importante del mundo por nuestro trabajo en Ruavieja; justo nos acababan de echar de un hotel de mala muerte. ¿Cómo habíamos llegado hasta ahí?

Todo comenzó con un cúmulo de malas decisiones. Cosas de multinacionales, pero entre que decides si puedes ir, quiénes pueden ir y qué días puedes ir pasan semanas, así que, cuando supimos que iríamos a Cannes no quedaban horarios decentes para los vuelos y tampoco hoteles dignos en los que pasar la noche. En resumen, que recuerdo que subimos al escenario del festival a recoger nuestro oro sudados por haber llegado justos y con las maletas en los asientos del teatro. La cosa no acababa ahí. Nos fuimos a dejar los bártulos al hotel antes de ir a cenar y descubrimos varias cosas: el hotel al que nos habían mandado estaba en una zona algo conflictiva, se caía a pedazos y, lo peor de todo, por equivocación nos habían reservado una sola habitación individual, algo que comprobamos al mirar nuestros emails. Para evitar problemas y como teníamos prisa, entré yo solo a ese hostal, hice el check in y dejé las dos maletas en la habitación, en la que Telmo y yo tendríamos que dormir juntos en una cama de apenas un metro. Sensación de universitarios de interrail entre los grandes fastos de la publicidad.

Cenamos con los amigos de Leo Burnett, brindamos por “El tiempo que nos queda” y por nosotros, bebimos champán en el Martínez, bebimos más champán en el Martínez, vitoreamos a todo el mundo… En fin, celebramos la fortuna que teníamos por poder trabajar en proyectos así. Llegado cierto momento, decidimos marcharnos, que había que aprovechar el día siguiente. Llegamos en taxi a nuestro hotel y, en vez de terminar el día, comenzó la odisea. El dueño del hotelucho, un napolitano rapado con aspecto de haber jugado varios derbis nos vio entrando juntos a la habitación del hotel y, como un energúmeno que era, nos echó a la fuerza (literalmente). Tratamos de debatir, intercambiar opiniones, increparnos y, finalmente, forcejear, pero nada sirvió: terminamos teniendo que abandonar aquel cuchitril a la carrera. Nos habíamos quedado sin un sitio en el que dormir.

Entramos a decenas de hoteles, pero todos estaban completos. Pensamos en dormir en la playa, pero nos daba algo de cosa hacerlo con nuestro equipaje. Al final, entramos en Booking y reservamos una habitación, pero no nos habíamos dado cuenta de que ya era el día siguiente, así que no podíamos entrar hasta las 12 de la mañana. Nos atendieron amablemente y nos cancelaron la reserva. Finalmente, dimos con un hotel a 20 minutos en taxi y ahí nos quedamos un par de noches, con una reserva algo más digna que la que traíamos desde Madrid. Aquel León de Oro llegó sano y salvo con nosotros.

Esta semana se celebra Cannes Lions y me viene a la cabeza esta historia como si fuese ayer. Aquel día descubrí en el sur de Francia que el éxito es siempre relativo, que está mucho más cerca del ridículo de lo que puede parecer, que uno no debe dejarse deslumbrar demasiado por los focos y que lo que de verdad cuenta no es tener un premio a cuestas, por muy feliz que te haga estar en el momento. Lo que yo más recuerdo de aquel precioso día de hace tres años es una lamentable historia que rememorar con un amigo cada vez que nos juntamos. Eso sí que vale oro.

Feliz lunes y que tengáis una gran semana.