Tal y como explica el teórico de la imagen David Bordwell, “el cine se viene nutriendo de (buena) arquitectura desde sus orígenes, desde que las sinfonías urbanas de la primera década del siglo XX nos asomaron a los mejores edificios contemporáneos y los convirtieron en rotundas metáforas de la irrupción de la modernidad”. La arquitectura, a su vez, en un fértil viaje de ida y vuelta, lleva décadas alimentándose de intuiciones cinematográficas e intentando materializarlas, de los entornos oníricos del expresionismo alemán a las estructuras vanguardistas exhibidas en Matrix (1999), El Gran Hotel Budapest (2014), Blade Runner (1982), Her (2014), Origen (2010) o High-Rise (2015).
La polinización cruzada ha producido con cierta frecuencia películas que han intentado recrear referentes arquitectónicos de vanguardia para acabar inspirando, a su vez, edificios de clara impronta cinematográfica. Es el caso de Metrópolis, la madre de las grandes distopías del séptimo arte, concebida por su director, Fritz Lang, durante un viaje a Nueva York en octubre de 1924. Al vislumbrar por vez primera los rascacielos, Lang contaba que se sintió abrumado por “esa hilera de gigantescos lienzos verticales colgados del oscuro horizonte en toda su espléndida rotundidad, para deslumbrarnos, distraernos e hipnotizarnos”. Sintió que en aquella estampa urbana de una belleza “urgente y agresiva” estaba el germen de “una gran película”, un poema visual dedicado a captar la esencia de la ciudad del futuro.
El resultado se estrenó en 1927, tras un rodaje de 17 meses en el que se invirtieron más de cinco millones de marcos, una cantidad que el propio productor de la película, Erich Pommer, consideró “obscena”. Lang gastó una parte sustancial de ese dinero en efectos visuales sin apenas precedentes, como la cámara giroscópica que le permitió rodar panorámicas en todas las direcciones o el llamado Efecto Schüfftan, un elaborado sistema de reflejos y contrarreflejos que contribuyó a que las asombrosas maquetas de edificios creadas en el estudio pareciesen monumentales edificios al aire libre.
Además de en el estilizado Art Déco del skyline de Manhattan, el director alemán encontró inspiración en los proyectos de arquitectura utópica de Bruno Taut o Virgilio Marchi, en la estética de la Bauhaus o en ejemplos de arquitectura histórica como los zigurats babilónicos, las catacumbas romanas o las catedrales románicas y góticas. La Nueva Torre de Babel, uno de los grandes atractivos visuales de la película, se basó en gran medida en una gigantesca fábrica erigida pocos años antes en la hoy polaca ciudad de Poznan, en la alta Silesia. Y el jardín del Edén, núcleo del fantasioso mundo subterráneo en que se desarrolla el acto central de la película, recuerda a ensoñaciones neogóticas de Antoni Gaudí como el célebre Parque Güell.
Edificios de otro mundo
Aunque nunca ejerció la arquitectura, Lang no era un simple diletante. Había estudiado ingeniería civil en la Universidad Politécnica de Viena y acabó especializándose en arte y diseño. También estudió pintura en París en 1913, en un contexto dominado por la irrupción del cubismo o el dadaísmo. Con este más que notable bagaje, centró sus esfuerzos en el cine tras la Primera Guerra Mundial.
Ya en películas primerizas, como Las arañas (1919) o El Dr. Mabuse (1922), Lang mostró su predilección por los entornos urbanos y los edificios de estética contemporánea. Por entonces, películas alemanas ligadas a la escuela expresionista, como El gabinete del Dr. Caligari (Robert Wiene, 1920) o Nosferatu (F.W. Murnau, 1922) convirtieron en rasgo de estilo la inclusión de edificios imaginarios, importados del arte de vanguardia, en un intento de proponer una realidad alternativa. En paralelo, arquitectos como Finsterlin, Mendelsohn, el citado Taut o los integrantes de la Escuela de Ámsterdam estaban construyendo edificios inspirados, como las películas de Lang y Murnau, en el principio de distorsionar la forma para suscitar emociones.
Esta relación de fértil promiscuidad entre arquitectura y cine se interrumpió, en gran medida, ya en los años 30, cuando el arte alemán completó su transición desde el expresionismo al racionalismo vanguardista de la Nueva Objetividad. También por entonces, gran parte de los cineastas expresionistas, empezando por el propio Lang, huyeron de la incertidumbre política generada por el nazismo y se refugiaron en Hollywood. Lang contó en cierta ocasión que lo que le decidió a exiliarse fue una reunión privada con Joseph Goebbels en la que el ministro de Adolf Hitler le ofreció convertirse en cineasta de cabecera del régimen. Lejos de aceptar este pacto mefistofélico, Lang tomó un tren nocturno a París y escapó de sus peores pesadillas, llevándose consigo, de paso, las fantasías arquitectónicas concebidas en aquel viaje decisivo al Nueva York del Art Déco.