Banda sonora para la lectura:
Como dice un gran amigo en su original felicitación del año nuevo, 2022, en números romanos, tiene rima… ¡pongámosle poesía!
Centrado en el empeño, me reconforta comprobar también que, según el Diccionario Panhispánico de dudas de la Real Academia Española, 2022, en español, se escribe dos mil veintidós. Mucho más esperanzador que 2022 en inglés (two thousand twenty-two) que traducido de nuevo al español podría dar a entender que es la segunda parte del año 2020. ¡¡¡NO, POR FAVOR!!!
Mi perro, François Pignon (Piñón para los amigos, y François a secas cuando me enfado con él) se sobresalta al exclamar el ruego. Perdón Pignon, no quería molestarte. Aunque su nombre no puede ser más sensible y coincide con el del personaje protagonista de La Cena de los Idiotas, para tranquilidad de activistas, el animal fue bautizado pensando exclusivamente en su amo. Peor lo tiene mi amigo Pepe para dar explicaciones, pues su amigo sintiente se llama Conguito.
Volviendo al nuevo año, y jurídicamente hablando, éste comenzó muy poético con la entrada en vigor de una Ley que viene a reconocer que los animales (casi todos) son seres vivos dotados de sensibilidad. ¿Puede haber justicia más poética? Como el tópico del cazador aplastado por el elefante que acaba de cazar, o el racista que descubre ancestros en África.
Una poesía jurídica basada, como indica la exposición de motivos de la nueva norma, en el artículo trece del Tratado de funcionamiento de la Unión Europea, uno de los cuatro documentos que configuran la constitución material de la Unión Europea, cuando dispone que “al formular y aplicar las políticas de la Unión…, la Unión y los Estados miembros tendrán plenamente en cuenta las exigencias en materia de bienestar de los animales como seres sensibles”. Conviene en este punto recordar que el artículo trece no acaba en las últimas comillas. En efecto, y sin ánimo de provocar a activista alguno, el artículo también proclama que, al mismo tiempo, deberán “respetarse las disposiciones legales o administrativas y las costumbres de los Estados miembros relativas, en particular, a ritos religiosos, tradiciones culturales y patrimonio regional”. Ahí lo dejo.
Con esta pauta, el legislador patrio ha modificado tres normas clave del ordenamiento jurídico español. En primer lugar, el Código Civil de 1889 incorporando relevantes novedades en su Libro Segundo, el dedicado a los animales, los bienes, la propiedad y sus modificaciones.
Concretamente, se incorpora el importante principio de que la naturaleza de los animales es distinta de la naturaleza de las cosas o bienes, principio que ha de presidir la interpretación de todo el ordenamiento. De esta forma, junto a la nueva redacción del artículo 333 (otro número mágico que repite dígitos como el año nuevo) que determina que “todas las cosas que son o pueden ser objeto de apropiación se consideran como bienes muebles o inmuebles”, en el nuevo 333 bis (más repetitivo imposible) se concreta que los animales son seres vivos dotados de sensibilidad, lo que no excluye que en determinados aspectos se aplique supletoriamente el régimen jurídico de los bienes o cosas.
Simultáneamente se introducen también cambios en la Ley de Enjuiciamiento Civil y la Ley Hipotecaria para impedir el embargo o la extensión de las hipotecas sobre los animales de compañía.
Atendiendo a la tendencia que marca el legislador de nuestros tiempos, no resultaría extraño, de lege ferenda, que el régimen protector vaya extendiéndose progresivamente a los distintos ámbitos en que intervienen los animales, y se vaya restringiendo con ello la aplicación supletoria del régimen jurídico de las cosas.
Por ejemplo, imaginemos que, más allá de los animales de compañía, las normas nos obligaran a paralizar la producción (intensiva o extensiva) de animales para el consumo. Una realidad que nos abocaría a una nueva convivencia que, sin duda, esta sí, acabaría afectando al estatuto humano.
Este distópico ejercicio de “descosificación” completa de los animales, contemplado además desde el actual contexto de transformación digital (y sostenibilidad) en que nos encontramos los humanos, me conduce a reflexiones más enrevesadas. Menos mal que estoy poético…
En efecto, la sociedad del año 2022, inmersa de partida en un mar de incertidumbres (además de contaminado de microplásticos, vacunas y piroclastos), se encuentra (me incluyo) embarcada en una infraestructura digital sin precedentes que podría entrar a valorar la existencia de un amplio universo de otros seres “vivos”, no humanos, pero dotados de alguna categoría de sensibilidad.
Los algoritmos, junto a las plataformas, el fenómeno web 2.0, el internet de las cosas y la consiguiente integración de objetos a la red está creando un mundo digital que controla lo que ocurre en el mundo físico o, más complicado aún, permite generar entornos donde los humanos pueden interactuar social y económicamente en un ciberespacio, metáfora del mundo real, pero sin las limitaciones físicas o económicas terrenales.
Dicho de otro modo, todo este ecosistema digital que nos rodea genera un incontrolable volumen de datos capaz de independizar y emancipar del control humano a cualquier “cosa”, incluso capaz de aprender hasta conseguir incorporar las emociones como datos a sus algoritmos y aprender de ellos. Un movimiento sin retorno que pudiera ser mucho más que una transformación tecnológica. Unas “cosas” que ya existen y que bien podríamos llamar robots, androides, avatares, vehículos de conducción autónoma, metaversos o, en general, instrumentos electrónicos de la vida cotidiana. Todos caracterizados por ser cada vez más autónomos, más inteligentes, más conectados y más colaborativos. Por cierto, “robot” es un término inventado hace un siglo por el checo Karel Čapek en la obra teatral titulada RUR (“Robots Universales de Rossum”), un guión que viene muy al caso.
No podemos permitir que los habitantes del planeta se conviertan en cosas como consecuencia de una obsesión descontrolada de progreso meramente técnico y del aumento de autonomía de los seres con sensibilidad animal o digital. Entre otras cosas, porque corremos el riesgo de un nuevo 333 ter. del Código Civil ampliando el tratamiento de “ser sensible” que, como ya sucede con los animales tras la última reforma, impactaría en las reglas de la convivencia entre estos y los seres humanos en situaciones tales como las crisis matrimoniales, el destino de las máquinas en caso de fallecimiento de su propietario.
Antes de que resulte aún más difícil distinguir entre robots y humanos, inteligencia artificial e inteligencia natural, mascotas y abogados, personas y cosas, quiero reivindicar los sentimientos como un elemento constitutivo de lo humano, como lo corporal también lo es.
Me niego a que animales y robots me deshumanicen y me conviertan en cosa. Prefiero la poesía.
Películas recomendadas:
Ghost in the shell
The planet of the apes