A finales del pasado mes de octubre, nos sorprendía la noticia de un robo millonario en uno de los hoteles Relaix & Chateaux más exclusivos de nuestro país. Los ladrones –que se habían hecho pasar por clientes del establecimiento– se habían llevado un botín más que sustancioso, deslizándose en la oscuridad de la noche sin violencia alguna, como en aquellas sofisticadas películas de timadores de guante blanco de la época del cine clásico, en las que caraduras con la planta de Michael Caine, David Niven o Cary Grant desvalijaban villas de lujo en apartados acantilados de la Cote d’Azur o la Riviera italiana.
Lo más asombrosos del suceso, sin embargo, fue la naturaleza del saqueo. Los cacos no se llevaron diamantes, joyas ni objetos de arte, tampoco dinero en efectivo de la caja fuerte, ni arramplaron con las posesiones de los huéspedes. Su objetivo residía en la famosa y premiada bodega del establecimiento. Tras ordenar un tentempié a la una de la madrugada –a través del room service– (y distraer así a la persona encargada de vigilar las cámaras de seguridad), anularon el sistema de alarma, abrieron las compuertas y se llevaron 45 botellas de vino de las estanterías de la cava.
Al tratarse seguramente de un robo por encargo, escogieron –de entre las miles de referencias de las que dispone el restaurante– las unidades más selectas y valiosas. Entre ellas (además de varios Montrachet y algún Romanée-Conti), se encontraba un Chateau d’Yquem de 1806, valorado en más de 300.000 euros, un auténtico lingote de uva fermentada que había sido adquirido por sus dueños en el año 2000, en una subasta de la casa Christie’s de Londres.
Quien haya podido hospedarse alguna vez en Atrio, el exclusivo hotel restaurante del centro histórico de Cáceres que sufrió esta amarga experiencia, seguramente entenderá mucho mejor a sus propietarios (José Polo y Toño Pérez) cuando éstos explican en las entrevistas la conexión emocional –casi epidérmica– que sienten respecto al vino que les ha sido sustraído, un sentimiento que va mucho más allá de lo puramente económico. “No hubiera vendido esa botella ni por un millón de euros”, ha llegado a afirmar José Polo al respecto.
Quien, sin embargo, se encuentre alejado de estos mundos enológicos de añadas únicas y reservas centenarias se habrá quedado ojiplático al descubrir el desmesurado valor material de estos recipientes de vidrio rellenos de vino añejo. La pregunta del neófito surge entonces casi de forma instantánea. ¿Pero realmente existe un público adinerado dispuesto a descorchar una referencia de decenas de miles de euros o se trata más bien de un símbolo de estatus que exhibir en una carta? ¿Es el vino antiguo, semejante al oro o la plata, un valor refugio que –como cualquier otro bien escaso– no hace más que revalorizarse en el mercado con el paso del tiempo?
En realidad, el coleccionismo fetichista se extiende a otros muchos aspectos de la industria del consumo. Ediciones especiales de zapatillas de deporte que se mantienen impolutas dentro de su caja de cartón, coches deportivos de época que apenas salen del garaje, juguetes nostálgicos de décadas pasadas que continuan dentro de su envoltorio original con el plástico protector aún sin rasgar. Por un lado, todos estos iconos poseen un evidente valor histórico y sentimental para sus dueños, aunque también existe un ámbito profesional especializado que se dedica a este negocio (especulativo, en gran parte) por razones puramente crematísticas.
Con sus lomas cubiertas de vides desde los tiempos de los romanos, la pequeña ciudad francesa de Saint-Émilion, ubicada en la región de Nueva Aquitania, es un afamado destino turístico para los amantes del vino de Burdeos (auténtico corazón líquido de esta zona). Además de una iglesia rupestre excavada en piedra de arenisca, Saint-Émilion ofrece al visitante una experiencia inmersiva dedicada –casi a modo de parque temático– al consumo, compra y disfrute del vino.
Hace algunos años, cuando la visité por primera vez, una de las cosas que más me llamó la atención fueron sus tiendas de botellas raras o exclusivas, auténticas boutiques de lujo, con más aspecto de joyería Bulgari que de colmado. En sus escaparates, a modo de canal Bloomberg del vino (con sus alzas y sus descensos), se mostraba la cotización actualizada de algunas añadas concretas de Petrus, Mouton Rothschild, Château Angélus o Le Pin, la mayoría con –al menos– cuatro cifras en el precio por unidad.
Al entrar en el establecimiento, los clientes (muchos de ellos turistas asiáticos) se sentaban en unos confortables asientos, a la espera de que los encargados les trajeran un café noir de cortesía y un listado de referencias en un iPad. Porque allí las botellas rara vez están a la vista. La más valiosas se encuentran en las cámaras acorazadas del sótano, en condiciones perfectas de temperatura y humedad, vigiladas por un circuito cerrado de televisión cuyas imágenes es posible divisar desde una serie de monitores dispuestos en una esquina de la tienda.
Algunos de los compradores, ni siquiera llegan a contactar físicamente con la mercancía. Tras comprobar el producto que desean (y someter a la tarjeta de crédito a un esfuerzo considerable), la mercancía les es enviada por avión en transporte privado hasta su residencia habitual, para evitarles tener que cargar con ellas –y alterar tal vez la calidad de su valioso contenido– durante el resto de su viaje.
Pongámonos por un segundo en la piel del ladrón y sentémonos, en una mesa imaginaria, delante de ese Chateau d’Yquem de la época de Napoléon, el cual posee un valor aproximado al de un lingote de oro de seis kilos de peso. Hay un sacacorchos al lado, junto a una copa de cristal limpia y reluciente. ¿De verdad preferiría alguien abrir esa botella y degustar un manjar reservado a muy pocos mortales en el planeta u optaría por guardarla en un arcón, a la espera de revenderla en el mercado negro por el doble de su precio? ¿Es el líquido encerrado en su envoltorio lo mollar de todo este asunto o es lo que ese recipiente simboliza en sí mismo lo que lo hace tan especialmente único?
Por supuesto, la postura más correcta sería –sin duda– devolver la botella a sus legítimos dueños, pero la cuestión que planteamos aquí no trata de moral ni de ética, sino del valor real de las cosas respecto a la importancia que uno esté dispuesto a darles.
¿Qué es más valioso? ¿Un sorbo efímero de inmortalidad envasado hace dos siglos o un cheque al portador cogiendo polvo en una bodega? Aunque la respuesta pueda reducirse a un número seguido de muchos ceros, la pregunta sigue siendo todo un misterio.